Era un tipo raro, es cierto, pero tenía muchos amigos.

Su funeral fue muy concurrido. Allí estaban su carnicero, su médico de cabecera, su lechero, su frutera, sus vecinos, la mayoría de sus compañeros del colegio,  todos sus amigos, su banquero, la cajera de su supermerrcado… Se puede decir que casi todo el mundo que había compartido un mínimo de tiempo con él estaba allí.

Cuando yo le conocí me pareció un tipo serio, distante, casi apático. Luego, con el tiempo, fui adentrándome poco a poco en su vida; fui haciéndome más y más cercano a él, y descubrí a alguien sensible, divertido, muy inteligente… y con muchas rarezas. Pero esas rarezas no le apartaban de nadie. Podía decirse que eran parte de su personalidad.

No le gustaban los números impares. El climatizador de su coche siempre marcaba 20 grados, o 22, o 24… El volumen de sus cadenas de música  siempre estaban en un número par. Cuando se echaba el jabón de manos con un dispensador, siempre contaba las veces que lo apretaba para que fuesen pares… Era una manía, y no le importaba contarla, como algo gracioso que le pasaba.

Se reía de sus defectos. Decía que quién mejor para reírse de él, que él mismo. Sólo presumía de una cosa, y se sentía orgulloso de ello: «No tengo enemigos», decía, «al menos que conozca». Y era cierto. Por supuesto discutía sobre distintos puntos de vista con sus amigos, pero siempre acababan la discusión con unas risas y unas cervezas.

Era un tipo afable. Hablaba con cualquier persona, se sentía cómodo en cualquier grupo en el que se le aceptase, da igual qué tipo de grupo fuese. Le gustaba oír y hablar con todos…, y con todo.

Cuando ya tuvimos suficiente confianza me confesó que hablaba con sus peluches, y con los muebles de su casa, y con su ropa… No eran conversaciones propiamente dichas. Eran, simplemente, saludos, o frases cariñosas, o avisos cortos sobre cualquier cosa que fuese a suceder…

Porque sí: tenía peluches. Muchos peluches. Era otra de sus «rarezas». Le encantaban cosas que cualquier persona adulta habría desechado de su vida al salir de casa de sus padres. Le gustaban los peluches, los muñecos, las miniaturas, los juguetes… Se sentía tremendamente joven por dentro y, tal vez, eso era lo que le hacía parecer tremendamente feliz por fuera.

Recuerdo el día que le sorprendí hablando con uno de sus peluches; lo sentaba sobre la silla de su dormitorio mientras le decía: «Aquí estarás más cómodo que tirado ahí, en la cama. Esa postura que tenías no puede ser buena para la espalda». Cuando me vio, sonrió, como sin darle importancia, y salimos a tomarnos una cerveza. Os parecerá extraño, pero hasta me pareció ver que aquel peluche sonreía cuando lo depositaba suavemente sobre la silla…

También le gustaban el cine, la literatura y la música. Su habitación estaba llena de películas de cine, de discos de música y de libros. Nunca, lo reconocía él mismo, fue un gran melómano, o un gran erudito, o un gran cinéfilo. Sólo tenía muy claro lo que le gustaba y lo que no, y eso era lo que tenía rodeándole.

Así era. Un tipo extraordinario. Sencillo, tranquilo, divertido, amable, inteligente, cariñoso… Todos le querían…, le queríamos. Le queremos aún.

Por eso a nadie le extrañó cuando, estando todos allí, alrededor de su tumba, dispuestos a darle el último adiós antes de devolverlo a la tierra, una fila de peluches desfilaron ante su féretro, presentándole sus respetos y su cariño, con un gran ramo de flores de fieltro de un millón de colores que ensombrecieron todos los ramos y coronas que habíamos ido depositando en el lugar. Fue una gran despedida. Una despedida donde, literalmente, estuvimos todos.

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