
Feliz 43 cumpleaños. Sigamos sumando.
Está claro que una tienda, de lo que sea, a pie de calle, se publicita con sus carteles y escaparates. Cuanto más llamativos, mejor. Luces, composiciones, colores… todo debe contribuir a que el paseante se detenga y sienta curiosidad. Pero si en el escaparate hay productos que luego nada tienen que ver con lo que la tienda vende, es muy probable que quien entre se sienta engañado. Cabe la opción de que, si lo de dentro es extremadamente bueno, olvidemos lo que vimos fuera, pero ¿cuántas posibilidades hay de que eso ocurra? ¿Y si el escaparate es extremadamente vistoso pero luego, en el interior, apenas hay stock de casi nada?
Por otro lado, ¿cuántas veces no hemos cambiado de acera al avistar desde lejos a alguien con unas pintas «extrañas»? Nos alejamos de gente y ambientes en los que nuestro sentido común, y sobre todo el de la vista, nos advierte que podrían ser peligrosos. O sea, juzgamos las circunstancias y a las personas por su aspecto exterior, por cómo se nos muestran. Todos tenemos una imagen en la cabeza cuando hablamos de tipos chungos…, y nos alejamos de ellos. Tal vez, si nos atrevemos a plantarles cara, podríamos llegar a descubrir a magníficas personas tras un aspecto que produzca miedo o, cuanto menos, prudencia. Pero la primera reacción es la de defensa: alejarnos de lo que nos parece sospechoso.
…y ahí tenemos Instagram, la red social donde cada vez más personas se empeñan en mostrarse medio desnudas para demostrar, según dicen, empoderamiento, libertad, seguridad…
¿Podemos unir los tres párrafos? Si en tu escaparate te muestras con poca ropa, no esperes a que la gente entre en tu tienda a pedir presupuesto para un seguro de vida. Si lo que muestras es tu cuerpo, lo mismo quienes se acerquen a ti no irán buscando una conversación filosófica, (aunque seas capaz de darla profundísimamente). Si quieres demostrar empoderamiento, lo mismo desnudarte es una forma, pero permite que te diga que facilona y falta de originalidad.
Tu cuerpo es tuyo y puedes mostrarlo cómo y cuánto quieras, faltaba más. Pero si vas por la calle con tu cartera llena de billetes en la mano, no puedes pretender que los amigos de lo ajeno huyan de ti. Mucha gente te mirará y pasará de largo, pero no olvides que en todas partes hay ladrones al acecho… Somos lo que mostramos más de lo que podamos pensar.
No somos superhéroes. Tampoco somos humildes y eso es lo que nos pierde. Lo primero es algo con lo que tenemos que vivir; lo segundo, algo que nos impide ver más allá de nuestro ombligo.
Cuando somos pequeños no tenemos rubor alguno en asirnos de la mano de nuestros padres si vemos algo que no nos gusta, desconocemos o si presentimos algún peligro. Salimos corriendo desde nuestros juegos, agarramos su mano y, automáticamente, nos sentimos protegidos.
Al crecer nos hacemos a la idea de ser fuertes, valientes, autosuficientes…, y la adolescencia exacerba eso, tal vez para que seamos capaces de encontrar nuestro propio hueco en el mundo. Y huimos de cualquier demostración que pueda hacernos parecer débiles, sensibles, vulnerables…
Es cuando somos realmente vulnerables cuando más necesitamos de una protección, pero en esta sociedad individualista nos hemos convencido de que estar enfermos es estorbarle a los demás, que cada cual debe luchar sus propias batallas sin la ayuda de nadie. Y muchas veces somos tan soberbios que no aceptamos que alguien nos ayude; porque nosotros somos capaces de salir solos del barro.
No somos más humildes que cuando aceptamos nuestra debilidad y dejamos que los demás nos auxilien. Y los demás no son más grandes que cuando nos ayudan. Deberíamos desterrar de una vez por todas el «es que no quiero molestar» por el «necesito que me ayudes». Estar enfermos o necesitar de los demás no nos convierte en una carga; nos da la oportunidad de ser humildes y agradecidos. Y quien nos ayuda fortalece la paciencia, el cariño, el espíritu de servicio…, en definitiva, el amor, que no son poca cosa en esta sociedad con la que nos ha tocado zafarnos.
En palabras del, ahora en el Cielo, papa Benedicto XVI: «una sociedad que no logra aceptar a los que sufren y no es capaz de contribuir mediante la compasión a que el sufrimiento sea compartido y sobrellevado, es una sociedad cruel e inhumana».
Queramos y dejémonos querer.
Se nos va 2022 y se lleva con él, directamente al Cielo, a Benedicto XVI. Un sábado, el mejor día para que te llamen para volver a Casa.
A ver qué nos depara 2023. Estaremos esperándolo a porta gayola. Ojalá la faena sea del agrado del Público.
Dicen que nunca se cierra una puerta sin que se abra una ventana, pero resulta que hace pocos días, oficialmente, se cerró una de mis puertas favoritas: la de la sala Garufa. Era, en realidad, algo que los habituales sabíamos que llegaría, pero no por eso nos ha apenado menos.
Corría el año dos mil tres cuando pisé Garufa por primera vez, y ya entonces me sentí extrañamente cómodo; yo que huyo, por lo general, de lugares excesivamente concurridos. Conforme fue pasando el tiempo, mis visitas se hicieron cada vez más habituales, hasta que empecé a sentir que incluso podía ir sin compañía porque ya tenía amigos allí dentro y siempre me trataban como uno más.
Al paso de los años, Garufa se fue convirtiendo en el lugar al que iba para desconectar, para estar con los amigos, para celebrar la Navidad o el año nuevo, para ver espectáculos, para salir de marcha o, simplemente, para echar un rato…
Sobre el escenario de Garufa he visto claqué, danzas del vientre, magia, conciertos, monólogos, presentaciones de libros, espectáculos de improvisación, estrenos de web-series… También ese escenario ha sido testigo de mis fracasados intentos por formar parte del mundo de la comedia. No sería capaz de contabilizar, o sí, la de veces que me he subido ahí para tratar de hacer reír al público. Por eso respeto tanto a los cómicos.
También las tablas de Garufa (por cierto, tablas, es literal: el suelo del escenario estaba construido de madera, a mano, por el dueño, Segis, y su padre; un lujo, por lo que contaban, para los bailaores de flamenco y los bailarines de claqué) soportaron algunas de las locuras que mi amigo Tappy y yo perpetramos, una vez que ya Segis se fiaba tanto de nosotros como para permitirnos hacer y deshacer a nuestro antojo. Allí hicimos varias locuras que, de repente, se nos pasaban por la cabeza y a las que el dueño se nos unía siempre. Una de ellas, de la que más orgullosos nos sentimos, fue el Garufa Comedy Station, una especie de show en directo con cabecera, logo, sketches, noticiario, números de magia, concursos, canciones…
…y en Garufa Comedy Station nació The erRat-as Pack, o sea, Tappy y yo en plan crooners de barrio, versionando de forma cómica canciones tales como «New York, New York», «Mack the knife», «Something stupid», «Fly me to the moon»… y algunas más. Suponíamos que Frankie nos perdonaba el atrevimiento porque éramos (y somos) fans de sus canciones. Además, a Segis le gustaba el dúo y se tiró bastante tiempo pidiéndonos un recital, algo que no nos ha dado tiempo a hacer, aunque guardamos la esperanza de que en algún momento volvamos a tener un lugar en el que nos dejen sacar las pajaritas de los armarios. (De las demás cosas que hemos hecho en Garufa guardaré el suspense para alguna otra entrada).
Garufa ha sido, durante casi veinte años, como cantaba Antonio Vega, el sitio de mi recreo. El lugar donde me divertía con amigos, donde me sentía cómodo sin ser mi casa, aunque la considerase como tal. Dicen que uno es de donde se mantienen sus recuerdos, y en aquella sala habrá, siempre, muchos de los míos.
Yo, como Segis, no me resigno a pensar que se ha acabado. Más bien que es un alto en el camino; un paréntesis para echar la vista atrás, descansar, recargar pilas y volver con la lección aprendida, las heridas cerradas y los problemas resueltos. Eso es la vida: un continuo recalibrar del camino.
Como reza su lema: Garufa; como en casa, pero con amigos.
Permaneceremos atentos.
Un puzzle. Eso es lo que Beatriz Manjón nos ofrece con esta su ¿segunda? novela.
«Una vez fui bella» son piezas sueltas de un todo que se va componiendo con el paso de los capítulos. Primero nos ofrece las piezas de las esquinas; las que nos permiten delimitar el rompecabezas. Luego, conforme vamos avanzando en las historias, todo tiende a encajar, a tomar forma y sentido.
Con capítulos cortos, se nos van brindando pedazos de ese puzzle que el lector debe ir formando en su cabeza a cada episodio, con nueva información, más circunstancias, recuerdos del pasado de los protagonistas… Porque hay muchos protagonistas, cada cual con su lado oscuro, con sus traumas, sus miedos, sus obsesiones…
Beatriz nos sumerge en un mundo sórdido, sin pilares a los que agarrarse, donde lo que importa es aparentar belleza por encima de todo. Un mundo donde impera la tiranía de la imagen para unos personajes vacíos que buscan una piel tersa en colágenos, operaciones o tratamientos definitivos de juventud… Flota de forma muy plausible por toda la novela esa vacuidad de quien mide sus horas en selfis, no en minutos.
La autora sienta a sus personajes en el diván de nuestro escrutinio para que podamos sumergirnos en sus cerebros mientras vemos qué les ha llevado hasta el punto casi de rotura en el que los conocemos. Y los pasos subsiguientes que les llevarán al abismo. Porque todos los personajes están apunto de romperse ante nuestros ojos…
Por supuesto, no pueden faltar las frases chispeantes y tuneadas que tan bien remodela @Bemanjon dándoles un nuevo sentido. Aquí algún ejemplo, perfectamente acorde con el tema de fondo de la historia:
«Con la vida pendiente de un kilo».
«¡Hagan ego, señores!»
«El tiempo, todo locura.»
«Lo bueno, si bebes, dos veces bueno.»
No falta tampoco la crítica al medio televisivo, que tan bien conoce, y que no es más que una máquina de despellejar personas para entretenimiento de una audiencia, como dirían en la serie Studio 60 de Aaron Sorkin, «lobotomizada por la industria más influyente de este país, que ha preferido tirar la toalla antes que intentar hacer cualquier cosa que no pueda entender un niño de doce años; y no me estoy refiriendo a los más inteligentes, sino a los idiotas, de los que hay muchos gracias a esta cadena…»
Beatriz deja estas perlas refiriéndose a ciertos periodistas y medios de comunicación:
«- Mira, hay medios tan independientes que acaban por independizarse de la realidad.»
«El periodismo termina donde empiezan los favores, pero eso él ya lo sabía. No pensaba comprometer su puesto por una menudencia como la verdad.»
Cuando cierras el libro, la sensación es de que, en realidad, no ha pasado nada; que la historia es una historia hueca… Luego lo masticas todo y descubres que realmente la autora ha conseguido precisamente eso: que sólo veamos la cáscara de los personajes, esa parte de la que ellos mismos están más preocupados. Hemos estado navegando sobre la superficie, a pesar de que Beatriz nos retrata perfectamente lo interno de cada uno; hemos sido igualmente superficiales, o sea, parte del problema y no de la solución.
La hipocresía de la apariencia, el temor a que se descubra que nada en nosotros es natural a pesar de haber tratado de que lo pareciera por todos los medios… artificiales posibles. La mayoría de los protagonistas están más preocupados de su imagen que de su vida, porque su vida también es falsa. Es una vida de Instagram, de filtros, de retoques fotográficos, de fachadas. Policías, políticos, estrellas de la televisión… Hay toda una panoplia de personajes que van desfilando ante nuestros ojos, mostrándonos todas sus miserias de la forma más desnuda y procaz.
No, no es una distopía. Beatriz Manjón nos pinta un retrato mordaz de la sociedad que nos hemos construido, que nos estamos construyendo, y nos obliga, como sus personajes, a mirarnos al espejo comprobando si los tenemos iluminados a tres mil cuatrocientos grados kelvin de luces cálidas y frías.
«Una vez fui bella» parece una historia exagerada en todos y cada uno de sus planteamientos pero… ¿lo es realmente? Léelo y me lo cuentas.
Cuando aún era joven…; sí, admitámoslo ya, uno va llegando a una edad en la que nadie le considera joven, aunque puedan suavizar la cosa con un «te conservas bastante bien» o el no menos socorrido «pues estás igual que siempre», a pesar de que seamos conscientes de que no es cierto, pero se agradece la caridad y el cariño…
Cuando aún era joven, decía, había pocas cosas de las que solía presumir (y de las que podía, para qué vamos a engañarnos). Una de ellas, de la que me pavoneaba a menudo, era mi vista aguda de elfo. Mis amigos acostumbraban a sorprenderse cuando era capaz de ver, en lontananza, «¿qué ven tus ojos de elfo, Legolas?», el número del autobús cuando aún apenas se vislumbraba el vehículo a lo lejos más que como una visión de un oasis en el desierto. Sí, así de bien veía. Y me gustaba alardear de ello, seamos sinceros.
Pero entonces la edad se encargó de ponerme en mi sitio y, en un momento determinado de mi existencia, las páginas de los libros empezaron a hacérseme neblinosas. Sin haber bebido, las letras se emborronaban en mis narices, se volvían apenas trazos indistinguibles que me obligaban a achinar los ojos para distinguirlas. Se hizo irremediable la visita al oculista, del que salí, por supuesto, con un par de gafas para leer. «Vista cansada; lo normal de la edad», me dijeron.
De forma suave y elegante me avisaron de que había salido de la juventud por la puerta de atrás…, o sea, que la juventud me había expulsado de la sala en la que yo creía poder estar hasta los setenta, por lo menos. Pero yo, que siempre he presumido, otra de las cosas de las que sigo haciéndolo sin rubor, de ser un buen perdedor y un magnífico contrincante, acepté el tanto y elegí dos pares de gafas para leer con los que me veía hasta interesante. De hecho, aquí ando escribiendo esta entrada con mis gafas de montura metálica negra y un gintónic para refrescar la tarde (probablemente una bebida de persona mayor, qué le vamos a hacer…).
¿Y a qué viene este preámbulo? Pues voy al desenlace, sin más dilación (sí, quería usar la expresión):
Otra de las cosas que el tiempo ha tenido a bien regalarme, desde hace ya alguna década que otra, es mi alopecia.
Tengo la suerte de que la gran mayoría de mis amigos, ahora mismo, ya me conocieron siendo un trasunto del teniente Kojak que, cada semana más o menos, acostumbra a pasarse la maquinilla eléctrica por el cráneo para que mi cabeza luzca siempre con su debido brillo y los milímetros de cabello adecuados e igualados a la baja. Y aquí llegamos al meollo de la cuestión: siempre he presumido (sí, ya van varias circunstancias de las que suelo alardear, parece increíble) de dejar el baño como una patena después de llevar a cabo mis rutinas capilares: ni una micra de pelo perdido podrá ver jamás quien entre después de mí en el baño… o eso creía, hasta que me dio por afeitarme con las gafas puestas (porque sí, mi vista empezaba a engañarme también en ese menester, la maldita. Con lo que ella y yo habíamos sido…).
Y quise hacer la prueba: una mañana llevé a cabo todos los rituales sin las gafas, incluso el de limpieza posterior. Al acabar, posé sobre mi nariz los anteojos y, ¡¡oh, fatalidad!! Allí quedaban restos minúsculos de mis maniobras capilares por todas partes, ocultos a mi mirada présbita, saliendo a relucir ante mis ojos, cual prueba incriminatoria ante las luces azules del CSI, cuando los armé con las maravillosas gafas que me ayudan a leer. ¡¡Qué engañado estaba, y qué paciencia infinita la de los que viven conmigo, que jamás me han echado en cara que dejase el lavabo como una peluquería de barrio tras la visita de un motero!!
Así que, lo que está claro y yo he aprendido para siempre, es que jamás hay que fiarse del criterio propio que no esté apoyado en bases fiables. Es posible que creamos algo sólo basado en nuestras percepciones que, a veces, pueden no ser completas. Habrá que ser humildes y aceptar que la realidad, de vez en cuando, pueda darnos lecciones que desmonten nuestra propia visión de las cosas, ¿o no?
Y, por favor, si usáis gafas, afeitaos con ellas puestas o, por lo menos, usadlas para dejar el baño, después, en perfecto orden.