Después de mucho tiempo sin tocar la página, lo mismo va siendo hora de retomarla, aunque sea de vez en cuando.
Tolkien tenía el suyo
No, no voy a hablar de virus, ni de pandemias, ni de las cosas que llevo leyendo, sintiendo y pensando en estos últimos meses; no me apetece.
Las dos o tres personas que entráis por aquí de vez en cuando, aunque sea de rebote o por error, sabéis que llevo un año tratando de escribir una historia larga, con dos niños, buhoneros, perros que se llaman Gandalf, vacas que pierden sus puntos negros, orugas que fuman pipa y vigilan bosques…, y sigo en ello. Me cuesta horrores sentarme a escribir algo que no termine borrando en esa historia, pero es un reto que me he propuesto vencer, así que ahí sigo. Pero, por otro lado, durante estas semanas de confinamiento, he estado retocando, corrigiendo, maquetando algunos relatos cortos que mantenía, desde hace años, durmiendo el sueño de los justos y con los que he querido trabajar y experimentar un poco para ver qué podía hacer con ellos; cosa que aún no he resuelto del todo, por cierto.
Estaría bien tener una portada, ¿verdad?
El caso es que me he dado cuenta de que necesito escribir; de que he perdido un poco de agilidad a la hora de contar cosas y de que quiero volver a recuperar ese ansia por relatar. Y llevo bastantes meses chocándome en internet con esto que alguien ha dado en llamar el reto Ray Bradbury. Meses en los que he leído sobre ello y he ido apartando de mi camino, hasta que, de repente, he decidido que por qué no. Si sirve para volver a coger ritmo, adquirir algo de fluidez, mejorar cosas en el aspecto narrativo o aprender algunas nuevas, ¿por qué no lanzarme a la piscina?
¿Voy a ser capaz? Ni idea. Pero si no lo intentamos, no lo sabremos. El reto está lanzado. La primera semana será la que viene. Supongo que lo suyo sería publicar los relatos el domingo y así tener toda la semana para trabajarlos o, simplemente, buscarlos. ¿Quién sabe qué puede salir de todo esto? Al menos espero que me sirva para mejorar cosas y empezar a estar activo de verdad. Supongo que los iré dejando por aquí conforme los escriba…, ¿no?
Sí, he usado un acrónimo que me he sacado de la manga para titular esta entrada porque pretendo usarlo más veces en el futuro. Y me gusta la mezcla entre aforismo y brevería, dos vocablos bastante literarios. Estos breverismos primeros, como no podría ser de otra forma, tendrán algo que ver con la Semana Santa.
He vuelto a correr. Después de bastantes meses. Lo sé, soy un cobarde; el frío y la lluvia, antes, no me importaban para hacer deporte. Ahora, con la edad (sí, es una forma eufemística para no decir la pereza), prefiero los días de sol. Y sí, las agujetas del día siguiente han sido de cine.
¿He dicho ya alguna vez que me encantó la película «El gran showman»? La banda sonora es potente, de las que animan. Solo un consejo: si lo flipas tanto como yo, no la uses para correr. Dan muchas ganas, con ella sonándote en los oídos, de esprintar continuamente. Si estás en forma es perfecto, pero si estás hecho polvo, igual que yo, no es nada adecuado.
Llevo dos semanas sin entrar en redes sociales, salvo Instagram. Mi ánimo y mi tiempo me lo han agradecido mucho. He retomado un libro infantil al que llevo casi un par de años dándole vueltas en la cabeza y que ahora avanza poco a poco, pero con paso firme. Por supuesto, mi musa personal, Verónica, también tiene mucho que ver en esto.
También estoy leyendo más de lo que lo hacía. Está claro que no hay color, aunque ya lo sabía, pero soy idiota, sí.
Lo de volver a las redes sociales es algo que he pensado bastante. ¿Cómo hacerlo? ¿Dejo de seguir a la gente que tiene opiniones contrarias a las mías? Me quedaría solo con un par de personas o tres. ¿Empiezo a seguir a más gente con mis mismas ideas? Tal vez sea excesivo y aburrido. ¿Lo mejor? Dejar de leerlo TODO. Dedicarles solo un rato al día y no entrar en debates. Mis opiniones las expresaré en mis propias redes. Nada de discusiones. Se acabó.
Hay algo que me hace darle muchas vueltas a la cabeza: ¿por qué la misma gente que se empeña en visibilizar y jactarse de con quién se acuestan, que siempre he pensado que es algo personal e íntimo y que no le debería importar a nadie, es la misma que se empecina en que yo tengo que vivir mi fe de forma privada y oculta? Si lo suyo es una forma de vida, lo mío también.
Cualquier ateo, en el momento en que acepta una mínima expresión artística, indirectamente, está aceptando a Dios. Eso, o admitimos que los garabatos de la mona Chita son igual de artísticos que las esculturas en mármol de Antonio Corradini o las pinturas de Dalí.
Una cosita: los «muñecos» que los critianos sacamos a la calle en Semana Santa representan exactamente lo mismo que ese trozo de papel satinado que llevas tú en la cartera con la cara de una señora mayor.
Otra cosita, mínima: para un cristiano, el día más importante de la Semana Santa, es el Domingo de Resurrección, no la Madrugá.
¿Qué nos está pasando con el humor?¿Nos estamos sintiendo ofendidos por cosas que antes no nos ofendían o de las que, simplemente, pasábamos? ¿Hay gente que está escudándose en el humor para insultar, humillar o dar rienda suelta a sus odios y traumas? ¿Dónde trazamos la línea? ¿Estamos dando demasiado altavoz a gente con escasa capacidad artística y excesiva necesidad de protagonismo?
Es conveniente que no confundas mi tolerancia con mi transigencia. Que acepte tu opinión no significa que te dé la razón.
Estas son las cosas tal y como yo las veo. No tienes por qué compartirlas. Groucho Marx decía: «estos son mis principios. Si no le gustan, tengo otros». Por supuesto, era humor. Yo diría: «estos son mis principios. Si no te gustan, búscate los tuyos».
Esta selva es húmeda. Los mosquitos son inmensos y serían capaces, si los amaestrasen, de hacer transfusiones de sangre completas.
Llevo bastantes años aquí, entre los Korowai, y no diré que soy uno de ellos, pero al menos me toleran.
Los encontré buscando una de las últimas tribus caníbales del mundo, queriendo descifrar el por qué un ser humano es capaz de comerse a un semejante. ¿Qué tipo de dieta puede hacerte ver apetecible a alguien de tu propia especie?
El primer día, después de navegar durante horas por un río infestado de cocodrilos, cuando mi canoa llegó a la orilla donde los korowai habitan, el jefe me estaba esperando, desnudo, silencioso, impávido. Sabían de mi llegada. Habían estado vigilándome desde las orillas, muchos kilómetros antes. Ahora sé que dudaron entre darme caza, y supongo que cenarme (reconozco que por aquel entonces yo debía parecer bastante apetecible para ellos: una carne blanda, jugosa y con grasa), o dejarme llegar hasta ellos para saber cuáles eran mis intenciones. Supongo que, de no haberles convencido sobre éstas, igualmente habría acabado como plato principal de su cena.
Cuando bajé de la canoa, medio mareado y exhausto, el jefe esperó a que me acercase a él. Traté de mostrarme sumiso, respetuoso. Incliné mi cabeza y le saludé con un “hola” tembloroso. Había estado estudiando su idioma en la capital, con un nativo de la zona que me había ayudado a encontrarlos pero que no quiso acompañarme; tan asustado estaba sabiendo lo que yo pretendía hacer y descubrir.
El jefe, WanWan, se sintió desconcertado viendo a un extraño hablar en su propio idioma, pero mantuvo su altivez. “Nadie es bienvenido aquí”, me dijo con una voz grave que sonaba a la corteza milenaria de los árboles de aquella selva que protegía a su pueblo desde el nacimiento del mundo.
Me quedé en silencio, sin mirarle a los ojos, la cabeza agachada, dócil. No quería hacer ningún movimiento que pudiese interpretar como una amenaza o una falta de respeto. Al cabo de unos minutos, que a mí me parecieron siglos, puso delante de mis ojos un cráneo. Era un cráneo humano, de eso estaba seguro, pero estaba recubierto de algo marronáceo, seco. Me lo estaba ofreciendo. Levanté la vista y mis ojos se clavaron en los suyos. En su mirada pude vislumbrar un océano de tiempo, de ancestrales tradiciones que navegaban desde el principio de los siglos hasta hoy. Era profunda como una cueva y susurrante como la selva. Pude percibir una leve mueca en sus labios. Algo parecido a una sonrisa taimada, como de jugador de póquer que se sabe con una mano ganadora. Movió la calavera levemente ante mis ojos, de nuevo, y lo entendí. Quería que comiese de aquello para aceptarme. Era la prueba para que no fuese la mía la que mostraran al siguiente incauto que se atreviese a profanar sus tierras y su intimidad. Alargué la mano y pellizqué aquello volviendo a mirar hacia el suelo. Entre mis dedos noté una textura blanda, fibrosa, tibia. Me lo llevé a la boca con asco y mastiqué. Apenas noté sabor alguno. Salivaba todo lo posible para que mis papilas gustativas no tuviesen la oportunidad de registrar aquello en mi cerebro. Lo tragué lo más rápido posible, tratando de que no se me notaran demasiado las ganas de vomitar, la repulsión, que todo mi cuerpo estaba sintiendo en aquellos momentos.
Entonces noté la mano del jefe sobre uno de mis hombros y “puedes erguirte. Se bienvenido”, me dijo.
Cuando pude enderezar mi cuerpo vi que el jefe era algo más bajo que yo. Su piel era oscura, curtida, áspera. Sus ojos, de un marrón oscuro, brillaban, y mostraba, ahora sí, una amplia sonrisa mientras me miraba. Estaba desnudo, como toda su tribu y parecía no notar los mosquitos que a mí me estaban acribillando. Tal vez mi sangre era lo más sabroso que habían podido succionar por allí en siglos. No en vano mi dieta no era rica en carne humana; y los dulces, el café, los zumos, los refrescos, el coñac, las verduras frescas… aportaban, probablemente, un gusto especial a aquel manjar rojo que recorría mis venas y que ahora estaba siendo saboreado por la casi totalidad de la población de mosquitos de la zona.
WanWan me condujo al poblado, a unos cuantos metros de la orilla del río. Las cabañas, de madera y ramas, parecían más resistentes de lo que yo habría imaginado. Allí había adultos, niños, mujeres, ancianos…, todos desnudos, con sus pieles curtidas por el aire de la selva. Todos sonreían. Parecían felices, aunque en mi interior no dejaba de pensar que, tal vez, muchos de ellos, habían empezado a salivar al saber de mi llegada, y ahora se sentirían decepcionados. Por suerte, parecían estar todos comiendo, no quise saber qué.
Me acomodaron en una cabaña vacía, y aquí llevo cuatro años, conviviendo con los korowai, comiendo lo mismo que comen ellos. Los acompaño en sus partidas de caza intentando no estorbar. Observo. En la selva hay muchos animales y muchos frutos. Apenas comemos carne humana; solo cuando muere alguno de ellos. Al menos eso es lo que intuyo, porque no me han explicado cómo lo hacen. Solo sé que, tras el duelo y los llantos por el difunto, unos cuantos porteadores se lo llevan a la selva, a algún lugar recóndito y, al cabo de algunas horas, vuelven con carne troceada, envuelta en hojas, y la arrojan a las ascuas de la hoguera que se ha encendido en mitad del poblado. Y hay fiesta, y carne. He aprendido a no saborear los trozos que como, intentando mantenerlos lo menos posible en la boca. Sin aderezo alguno, me atrevería a decir que todas las carnes son insípidas. Esta, en concreto, y con una textura parecida al pollo. Todo lo que no sabe a algo, sabe a pollo, dicen. En este caso es así.
***
Esta mañana ha muerto Kili-Kili. Era joven, unos cuarenta años, de cuerpo ágil y fornido. El jefe WanWan me va a permitir acompañar a los porteadores para que pueda ver cuál es el ritual que siguen con los difuntos, cómo los preparan. Me pregunto por qué me habrá concedido ese privilegio. Cuando llegué aquí podría haber temido por mi vida en tales circunstancias, pero he desechado el miedo hace bastante tiempo. El miedo te nubla la mente, te agarrota el cuerpo.
***
Seis hombres fuertes cargan con el cadáver sobre unas andas de madera y ramas. Penetran en la selva con paso firme, seguro. Los árboles apenas dejan pasar algún rayo de sol, y a pesar de que aún es por la tarde, todo permanece umbrío, húmedo. Después de todo el tiempo, ya apenas me molestan los mosquitos. Como los Korowai conmigo, los tolero.
Tras una caminata de casi una hora la luz empieza a ser débil. Llegamos a una zona profunda de la selva donde se alza una especie de empalizada de ramas entrelazadas de casi un metro de alto. Detrás hay un tumulto extraño que me es familiar, pero soy incapaz de distinguir qué es. Flota un olor desagradable a descomposición en la zona. Rodeamos el muro y seguimos andando unos cien metros más, hasta un gran claro de la selva. Allí hay piedras de tamaño medio en el suelo, desperdigadas, sin un orden aparente. Los porteadores depositan al muerto en el suelo y tres de ellos se disponen a cavar un agujero, mientras los otros tres envuelven en ramas el cuerpo de Kili-Kili. Al cabo de media hora depositan al difunto en el agujero y vuelven a taparlo. No entiendo qué pasa con él, por qué razón su cuerpo no servirá de cena. Cuando el hueco del suelo queda totalmente cubierto, uno de los porteadores coloca una piedra, otra más, sobre el lugar, y nos vamos, en silencio.
Volvemos a la empalizada. Dos de los seis chicos se dirigen a una puerta. No me es permitido entrar con ellos. Yo los sigo con la mirada. Cuando entran hay un gran revuelo dentro. Puedo distinguir gallinas cloquear enloquecidas, como asustadas. Al cabo de quince minutos vuelven los chicos y puedo echar un vistazo por la rendija de la puerta mientras salen: efectivamente, puedo distinguir gallinas. Muchas. Allí mismo, los seis, se disponen a pelar y trocear las cuatro gallinas muertas que han sacado de dentro. Luego, envuelven los trozos en hojas secas, y volvemos al poblado donde la hoguera ya está lista.
Mientras todos cenan me acerco al jefe WanWan y le pregunto, humildemente, por lo que he visto. Él, con la misma sonrisa en la cara que dibujó el primer día en que me conoció, me responde: “La carne humana sabe a pollo”. Y me pide que no desvele el secreto que les mantiene a salvo de la curiosidad del hombre civilizado.
Es la frase que tengo en la pizarra junto a mi escritorio: «Stop waiting. Start creating». Deja de esperar. Empieza a crear.
No recuerdo dónde la vi, pero la imprimí y me la puse cerca para recordármela continuamente. ¿La pongo en práctica? Pues la verdad es que no tanto como debiera.
Las dos o tres personas que leéis esto de vez en cuando sabéis que ando tras una historia con la que soñé hace algunos meses y a la que sigo dándole vueltas y vueltas. Tengo algunos personajes, algunas tramas, algunas circunstancias… en la cabeza, y ando buscando la forma de darles cuerpo. He empezado a escribir algo, una especie de introducción, un preámbulo. Y mi hermano, que es un artista, me ha abocetado una primera ilustración que me encanta: la oruga.
La oruga fumadora de pipa
Aún no tiene nombre, pero ya se lo buscaré. Será, probablemente, un personaje que vaya apareciendo en la historia en momentos puntuales, para remarcar algún acontecimiento importante o para guiar a los protagonistas a algún sitio. Eso sí, es una oruga capaz de fumar en pipa y hacer anillos de humo que flotan largamente en el aire.
También he creado, en esa introducción, a un granjero apellidado Bauernhof y al que, probablemente, llamaré, por el momento, Víctor. Por supuesto, un granjero que se precie siempre tiene una vaca, y la de Víctor Bauernhof se llama Claudia.
Se me ha pasado por la cabeza ponerle los nombres de algunos de mis amigos a los personajes que vayan apareciendo. No sé si lo pondré en práctica, pero ahí está la idea. Lo iré viendo sobre la marcha. (Y no, no tengo una amiga llamada Claudia, pero me parecía un nombre gracioso para una vaca).
Primeras líneas
También escribiré de vez en cuando por aquí cómo voy progresando (o retrocediendo) en la historia. ¿Por qué? Pues porque es mi página y la uso para lo que quiera, ¿no?
Espero que todo llegue a buen puerto. Me apetece emular un poco a Pat O’Shea. ¿No sabéis quién es esa dama? Pues si os gusta la literatura infantil o juvenil, deberíais conocerla, en serio. Es una recomendación.
Llevo casi veinte años conviviendo con un niño de 12 con el que, a veces, hablo o discuto, según la circunstancia. Lo conocí estando en el instituto, pero en aquella época nuestra relación era más fluída y constante. Él solía echarme en cara mi cobardía amorosa, mi dejadez literaria, mi pereza académica… Vamos, era mi Pepito Grillo particular. Yo le dejaba regañarme porque, en el fondo, sabía que tenía razón a pesar de su corta edad.
Hoy en día sigue estando conmigo, sigue teniendo sus insultantes 12 años y yo, sin embargo, sigo cumpliendo más cada vez que al calendario le da por dejar caer todas sus hojas.
Ilustración de Christof Stanits. (Este no es Billy)
Bill Buganvilla, Billybug para los amigos, o sea para mí, la tía Lula, Sallie la salamandra y algunos más, es uno de esos personajes que creas en alguna época de tu vida y del que te quedas enganchado porque sabes que tarde o temprano escribirás una buena historia con él como protagonista. Pero mientras tanto, él pulula por tu cabeza. Te recuerda que está ahí. Conversa contigo o tú con él…
Y ahora surge otra historia en la que Billy no tiene papel. Sé que lo entiende, pero no deja de remorderme un poco la conciencia porque, teniéndole a él, en estos momentos ando inmerso en un proceso de casting para encontrar a otro niño que acompañe a Molly y sus padres en algo que aún no sé qué será.
Hay una voz allá en el mar
donde las olas rugen…
…y sigo con esa melodía en la cabeza.
¿Dónde rugen las olas? ¿En qué lugar remoto del mar? Tendré que averiguarlo.
Llevo mucho tiempo quejándome de que las musas, mis musas, me habían abandonado. Se habían ido de vacaciones y no se habían dignado a visitarme en todo este tiempo. Ni una señal, ni un leve susurro, nada. Silencio absoluto.
Años tratando de escribir cosas sin ni una buena idea. Tirando de «oficio» (o sea, de decir: ‘voy a escribir lo que sea por ver si me desoxido‘). Hasta esta noche.
De repente me encuentro soñando retazos de una historia. Imágenes, escenas, ideas, paisajes, circunstancias, de un cuento. Un cuento de los que me gustan: con misterio, muebles que hablan, cuevas que se enfadan, lugares mágicos, mares embravecidos que tratan de tragarse a la tierra, niños tratando de arreglarlo todo…
Mi despertador sonaba a las 7’30 de la mañana, pero a las 7 ya estaba en ese estado de ensoñación en el que sabes que estás despierto pero aún no has salido del todo de los brazos de Morfeo…, y puedes controlarlo. Necesitaba tiempo para que las escenas se quedasen grabadas en mi cerebro antes de que el día, la realidad, me las arrebatasen para no devolvérmelas.
7’30. Sonaba el despertador y lo apagaba con los ojos cerrados, encogido bajo las sábanas. Necesitaba más tiempo; un poco más para grabarlo todo en la memoria. Quince minutos más tarde sonaba de nuevo, pero ya lo había conseguido. Lo tenía todo aprisionado en algún sitio de mi cerebro, bien resguardado.
Las 9 musas de la mitología
Temía que la ducha, el camino al trabajo y la rutina diaria me fuesen diluyendo con el tiempo todas las imágenes que había conseguido retener. Antes de salir de casa cogí una libreta. Me subí al coche y quité la radio. Nada de actualidad, ni de noticias matinales, ni de música. Nada de realidad. Conducía como en una nube, absorto en mi sueño, recreando paisajes y sensaciones.
En un semáforo, fuera, oí a alguien en bici silbar un par de notas. Cogí el móvil y las repetí para grabarlas. Al instante surgieron un par de versos para una canción:
Versos de una canción
Hay una voz allá en el mar, donde las olas rugen…
Necesitaba recordar esos versos, así que los canté también en el grabador de voz del móvil.
Al llegar al trabajo seguía como ensimismado. Mascando cada emoción, cada color, cada escena de mi sueño. Cogí la libreta y me dispuse a trasladar al papel ideas sueltas, frases, imágenes… Tenía que sacar afuera todo aquello para que no muriese de realidad en mi rutina. Dos horas me costó hacerlo, pero conforme el papel iba recogiendo las palabras y los garabatos que se iban desprendiendo de mi cerebro y posándose sobre él, iba volviendo a la realidad. Mi compañera me preguntaba si me pasaba algo porque me veía muy callado y absorto. Le contesté escuetamente que necesitaba escribir algo. Al final lo conseguí.
Plasmando un sueño en papel
Hubiera sido perfecto saber dibujar. Con unos cuantos trazos habría conseguido estrujar algo más algún detalle de lo que viví anoche en ese otro mundo en el que, a veces, se te dictan cosas maravillosas. Pero tengo mis notas, mis recuerdos… y esa cancioncilla que me resuena como un eco lejano en la cabeza, todavía:
Jonás vivía solo desde hacía años. Había aprendido a ser independiente desde pequeñito, así que nunca tuvo problemas para valerse por sí mismo con las tareas de la casa. Planchaba, cocinaba, limpiaba, cosía… y le relajaba hacerlo. Era su forma de desconectar de los problemas diarios: ponía cualquiera de sus discos de Mark Knopfler o de los Dire Straits en la cadena, y se dejaba llevar.
Solo había una cosa que no soportaba: poner la lavadora. Lo odiaba. A base de estropear ropa, inventó un método infalible para separarla antes de meterla en aquella máquina infernal, como la llamaba: la ropa que se veía y la que no se veía; dependiendo de cuál fuese el grupo en el que organizaba las prendas, las lavaba juntas o no. Eso sí, no había conseguido averiguar lo que todos nos preguntamos: ¿por qué desaparecían allí dentro algunas cosas? Y lo más importante, ¿dónde iban? Pero aprendió a vivir con esa duda. En su dormitorio, en una de las paredes, había colgado una madera en la que se leía: «calcetines perdidos» y en ella clavaba los desparejados, con la esperanza de algún día volver a unir algún par, como una textil Celestina.
Aquella noche hacía calor, así que se acostó con la ventana abierta. No corría el aire, como si jamás hubiese habido tal cosa en aquel lugar, y el ventilador escupía una película caliente de vaho que movía de un lado al otro de la habitación, acompasado con sus giros.
Consiguió apresar de alguna forma un mínimo estadio de duermevela en el que seguía siendo consciente de que no estaba dormido del todo, pero su cuerpo sí había empezado a relajarse. Entonces oyó como un estruendo; algo que se caía o se movía, y un traqueteo que le era familiar.
Casi sin darse cuenta, se levantó. Todo estaba a oscuras, pero sabía perfectamente por dónde andaba. Atravesó el pasillo y se dirigió a la cocina. Desde la puerta pudo ver una luz tenue que salía de dentro de la lavadora. Se acercó para asegurarse de que estaba apagada. Por si acaso la desenchufó, pero la luz seguía ahí.
Y de repente se agitó sola. Ese traqueteo familiar como del centrifugado. Fue un movimiento pequeño, pero lo suficiente como para que le hiciese dar un salto hacia atrás. La miró, interrogante, se arrodilló delante y abrió la puerta redonda. La luz seguía allí, al fondo, azul, clara, fría… Sin saber por qué, introdujo la cabeza en las fauces del electrodoméstico, y entonces notó que algo le succionaba hacia adentro. Intentó resistirse apoyando las manos a ambos lados del hueco, pero notó que perdía la consciencia, que todo se quedaba completamente a oscuras y que flotaba.
Al cabo de algún tiempo notó que una brisa fresca le rozaba el rostro y abrió los ojos. No estaba en su casa. Estaba en medio de un prado de hierba dorada, sobre una colina. Se puso en pie y empezó a caminar sin saber adónde. Al fondo pudo distinguir una especie de pueblo, con casas blancas y desordenadas, pero no conseguía distinguir figuras humanas. Se dirigió hacia él.
Entró por una plaza amplia y lo entendió todo. Allí pudo ver, jugando al fútbol alegremente, sus calcetines de deporte desparejados junto con otros que no lograba reconocer. Por las calles caminaban, con su aire de importancia, algunos calcetines ejecutivo y otros de cuadros que miraban con algo de desdén a los calcetines tobilleros, que se afanaban en sus tiendas o algunas construcciones y obras que podía ver a un lado y a otro.
En uno de los lados de la plaza pudo ver el ayuntamiento. Se asomó a una de las ventanas. El alcalde del pueblo estaba allí, con su banda roja cruzada, y lo conocía: ¡eran sus gayumbos de la suerte! Reconoció su color azul, sus dibujos de siluetas de animalitos, sus dos pequeños botones delante y un mínimo agujero en una de las perneras. «Normal», pensó para sí, «que sea el alcalde. Debe ser lo único ‘emparejado’ de todo el pueblo». Volvió a la plaza y trató de coger alguno de los calcetines que reconocía como suyos para llevárselo a casa con su par, pero todos corrían huyendo de él hasta que, de repente, se dieron cuenta de que eran más, lo rodearon contra una pared y comenzaron a lanzarse una y otra vez contra su rostro y su cuerpo. Incluso pudo notar que alguno se había colado por debajo de su camiseta y hacía como que le pateaba el estómago.
Si te arrojan un calcetín no deberías tener problemas para desembarazarte de él, pero si cientos de calcetines vienen a la vez contra ti para defenderse unos a otros… no pienses que es una tarea fácil ni agradable. Empezó a sentirse asfixiado, histérico, perdido… Se cubrió la cara con las manos y dio un grito desesperado antes de desvanecerse de nuevo.
Cuando volvió en sí estaba de nuevo en su cama, empapado en sudor. Casi estaba amaneciendo, y se sentía como si hubiese estado corriendo toda la noche. Se levantó para ir a echarse agua en la cara y apartar la pesadilla de su mente. Al ponerse de pie un calcetín cayó al suelo de debajo de su camiseta. No lo reconocía; no era de los suyos. Lo recogió y lo colgó en la tabla de la pared que decía «calcetines perdidos».
Ya sabía dónde estaban todos los demás, pero estaba seguro de no querer volver a buscarlos.
...pues eso: mi sala de estar; el lugar donde, de vez en cuando, me relajo, me divierto, me enfado, me cuento cosas... Si quieres, siempre habrá una silla libre para ti.