Soy miedoso. Confeso e irredento. Desde siempre, creo…

Sí, ya sé que así empecé la última entrada de este Ocurriario, y esta es ya la siguiente. (Si no lo recuerdas es que no la has leído o vas a tener que empezar a comer rabillos de pasa, que dicen que son buenísimos para la memoria).

El caso es que, redundando en esa entrada y teniendo en cuenta mi ya acreditada nula capacidad de digerir sustos, agradezco cuando tengo sueños tranquilos, relajados o, al menos, sin sobresaltos. A eso hay que sumarle la facilidad que tiene el cerebro, en ese estado de duermevela donde se cuecen los sueños, para recoger estímulos externos y convertirlos en material onírico.

Para sumarle algo más a este cóctel que estoy preparando, diré que llevo tres días seguidos soñando con lo mismo. ¿Por qué? No lo sé. Mi cerebro es así. Yo no lo elegí.

Añadiré, todavía, un elemento más: uso mi móvil como despertador y, para salvaguardar la integridad física de mi corazón, evito cualquier sonido estridente. La primera idea fue usar sonidos de la naturaleza, pero me relajan tanto que igual prefiero mantenerme dormido. Así que uso una melodía suave.

Con todos estos elementos tenemos como resultado que llevo tres días soñando lo mismo: un hombre sentado a un piano, envuelto en sombras, en un ambiente silencioso. Como de local de jazz cerrándose, cuando todos los clientes se han ido y sólo queda el chico de la limpieza y el pianista, fumándose un cigarrillo, a solas, acariciando las teclas del piano; los demás instrumentos en sus fundas.

Hay una especie de bruma que lo envuelve todo, como si el humo de los cigarrillos, que la gente ha fumado en el local durante toda la noche, descendiera lentamente hasta el suelo, para que el chico lo barriese. Y la melodía, etérea, deslizándose entre jirones de humo, lo va envolviendo todo poco a poco.

Y el pianista acaricia las teclas… recreando, sin imaginarlo, la suave melodía que me despierta cada mañana.