Lisboa, día 1º

Hacía bastante tiempo que tenía previsto este viaje, pero no las tenía todas conmigo (mis reservas para las cosas que se hacen por internet siempre es una constante en todo) hasta que me vi con el equipaje facturado y el billete de avión en la mano. Una vez dentro del avión me relajé (todo lo que se puede relajar alguien que viaja por segunda vez en su vida en avión, y encima solo) y me dispuse a disfrutar de todo.

Por cierto, pude vivir eso de que te lleven hasta el avión en autobús para acceder a él por las escalerillas. Se ve que el avión era tan pequeño que no valía la pena desplegar una puerta de embarque para ¡¡7 pasajeros!!

 

El vuelo fue bastante bien; ningún sobresalto, ninguna turbulencia, un cielo perfecto, paisajes llenos de color… Al cabo de casi una hora de vuelo empecé a ver Lisboa desde mi ventanilla: seguía estando donde la recordaba, eso sí, más pequeña desde arriba, pero con la misma luz que recordaba de dos años atrás.

Me prometí a mí mismo que en Lisboa haría fotos que captaran un poco de la luz de la ciudad, así que, cuando aterricé, mientras caminaba (una de mis manías, que a veces me da dolores de cabeza…, pero sobre todo de pies) de camino a mi hotel, pude disfrutar del primer contacto con la ciudad y su luminosidad. Hice la primera foto en Lisboa buscando algo parecido que lo reflejara.

De hecho, si hay algo que me encanta de Lisboa es ese colorido reflejado en sus edificios. Esas fachadas rosas, amarillas, verdes, de azulejos de colores… Los lisboetas no tienen reparos en los colores ni en ponerlos en sus edificios. Por eso creo que Lisboa tiene un encanto especial…

Y al llegar al hotel, ducharme, almorzar (por cierto, por eso de los husos horarios, mi avión salió de Sevilla a las 13’00 y llegó a Lisboa a las 12’50; una hora ganada al reloj) y situarme un poco, mi primer paseo por la ciudad.

Ya he dicho que mi manía de andar me da algunos problemas, sobre todo cuando no conozco el lugar. Tengo otra manía cuando salgo fuera de España: tratar de no parecer guiri, al menos en todo lo que sea posible; o sea, que nada de mapas. Se mira en el hotel y se decide la ruta por la que ir. Conclusión: termino, en la mayoría de los casos, perdido por calles que no conozco y dando vueltas durante horas. Eso me permite descubrir rincones y lugares que no tenía previsto visitar. Por ejemplo, el Parque de Monsanto, un gran parque natural de gran extensión desde el que se puede ver Lisboa a la vez que pasear por un bosque de árboles y praderas verdes y donde se han construido caminos para poder hacer deporte, pasear o montar en bicicleta: una gozada.

Por supuesto, empezó a caer la tarde mientras estaba allí…

        

…y me pilló la noche perdido por Lisboa, tratando de volver al hotel, por supuesto.

De todas formas, tarde o temprano, siempre acabo encontrando el camino de regreso: esos caminos que muchos de mis amigos han sufrido paseando conmigo: el «por aquí es, seguro»… sin serlo, y que te hace dar quince vueltas por lugares sin saber que, a lo mejor, estás más cerca de lo que crees; tal vez una calle o una simple esquina de distancia.

Eso sí, antes de regresar al hotel, tenía que cumplir un pequeño ritual: visitar el lugar en el que se iba a celebrar el concierto que, al fin y al cabo, había sido la excusa para volver a Lisboa. La plaza de toros Campo Pequeno (en portugués no hay «eñe»).

Y una vez cumplido el ritual, al hotel, una duchita, la cena, y a la cama.

 

El día siguiente sería largo y lleno de nervios y emociones… Era el día Knopfler. Pero como diría Michael Ende, «esa es otra historia y será contada en otra ocasión«.

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