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Es increíble lo inoportunos que pueden llegar a ser algunas personas que se llaman amigos a sí mismos: el otro día, estando en una farmacia haciendo la compra del mes, alguien me asaltó por detrás:

– ¡Ernesto! – me dijo golpeándome la espalda con esa potencia que solo los amigos más efusivos son capaces de imprimir a la palma de su mano.

Yo hice oídos sordos, fundamentalmente porque no me llamo Ernesto, aparte de que mi espalda está prácticamente insensible gracias a demasiados amigos efusivos.

Pues bien, aquel susodicho desconocido se empeñó en que nos conocíamos:

– ¡Ernesto, no te acuerdas de mí?! ¡Sí hombre, Julio! En el parvulario jugábamos juntos a perseguir a las niñas para asustarlas…

En eso sí coincidíamos. Claro que, ¿quién no ha jugado a eso en el parvulario con algún amigo?

– ¿No te acuerdas? Durante el bachillerato hicimos una compra a medias y todavía no te he devuelto el dinero, ¿verdad? Bueno, pues aquí tienes los 30 euros que te debía. Sí, lo sé: en aquella época aún no había euros, pero he hecho el cambio. Ya sabes que yo siempre pago mis deudas y, como dicen por ahí, «el que paga, descansa».

Ante aquel gesto inesperado de amistad y honradez mi memoria no pudo por menos que empezar a recordar, y cuando mi mano se hizo con el billete y este estuvo a buen recaudo en lo más hondo del bolsillo de mi pantalón, mis recuerdos con respecto a Julio eran tan nítidos como aquellos 30 euros que empezaban a calentarse cerca de mi pierna.

– ¡¡Hombre Julio. Cuánto tiempo sin verte!! ¿Qué es de tu vida, chico? Estás más…, te veo más…, como más…, ¿cómo te diría? Más…, adulto desde la última vez, hace ya…

– ¡Diecisiete años!

– …es cierto. Chico, ¡cómo has envejecido!

– Tú siempre tan exagerado.

– Ya me conoces.

Mientras, el farmacéutico esperaba pacientemente que aquel reencuentro produjese algo positivo para él y su negocio.

– Bueno, pues tú sigues igual que siempre.

– Ya ves, se hace lo que se puede.

– Oye… – ¡Dios, mío! era el tono de voz que se pone cuando a uno se le ha ocurrido una gran idea. De esas ideas que se recuerdan durante toda la vida con amargura – ¿porqué no te vienes esta noche a casa a cenar? Marisa cocina de maravilla.

– No quisiera molestar… – intenté excusarme, por supuesto.

– Si no es molestia.

– Es que…

– No aceptaré un no por respuesta.

Quince minutos estuvimos discutiendo sobre la conveniencia o no de que yo fuera esa noche a cenar a casa de mi antiguo amigo. Al final, como suele ocurrir en estos casos, tuve que aceptar. Claro que aquel reencuentro ya me había reportado 30 euros, y ahora una cena gratis. ¿Qué podría ir mal?

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