Quiero empezar diciendo que me alegra muchísimo el éxito de Andreu Buenafuente en televisión. Por fin un programa nocturno no recurre a lo soez, lo vulgar y el sexo para ganar audiencias. Un programa elegante, con sentido del humor, sin pretensiones salvo la de hacer que la gente lo pase bien durante un rato, con un fantástico equipo de profesionales en esto de hacer reír.
El problema del programa de Buenafuente son sus «efectos colaterales». La televisión que tenemos (la que nos merecemos, por supuesto) lleva años sin hacer nada original; sin tener ideas propias. Todo se copia, si tiene audiencia.
De repente, los prebostes de esto de los rayos catódicos (supongo que se llaman así; lo mismo he querido tirarme un farol cultureta y me ha salido mal; que me perdonen los jugadores de póker) se han dado cuenta de que el humor vende. Que si a la gente le das un buen programa, con calidad, sencillo, que se lo haga pasar bien y reírse un rato, la gente lo ve, y se engancha. Hasta ahí bien. ¿El problema? Que de repente todos sienten la necesidad de hacer humor.
Todos los periodistas con algún programa se sienten graciosos, todos hacen chistes o comentan cosas de forma jocosa…, y a veces uno siente, de verdad, vergüenza ajena. Creo que en España aún no hemos aprendido a respetar a los humoristas: «Ah, el graciosillo. Yo también soy capaz de hacer chistes y ser gracioso»… y la mayoría no sirve. Y cuando alguien se mete en un terreno que no conoce, por lo general acaba perdiéndose. Si no que se lo digan a Pulgarcito…