En estas fechas en las que nos acordamos más intensamente de los que no están, recordemos siempre que ese Niño que duerme en el Portal vino precisamente para que, en algún momento, podamos volver a reunirnos, para siempre, con todos los que ahora echamos de menos.
Que seamos capaces de descubrir en el cielo, como los Magos, esa estrella que nos ilumine el camino y nos guie hasta nuestro destino.
El maldito septiembre del año pasado detuvo en la semana número once eso que llaman Reto Ray Bradbury y que yo estaba tratando de llevar a cabo. Reconozco que, desde entonces, no he sido capaz de retomarlo.
Hace un par de semanas estuve releyendo esos once relatos y decidí abandonar el reto, de momento, y ponerlos en algún sitio junto a los demás que ya tenía escritos por aquí, bajo el título de esta entrada que, para ser sinceros, no es mío, sino un trasunto de una frase de Tolstoi que leí en algún sitio.
Los relatos van desde el último que escribí hace algunos meses, «Vértigo»; pasando por los once del reto Bradbury, que empiezan en el titulado «La Novena»; hasta los que tenía escritos en esta web. (El orden, para aclararlo un poco más, va desde el más nuevo al más antiguo).
También he pasado allí los pocos poemas, malos, que he sido capaz de publicar aquí sin que me diese excesiva vergüenza. Están «ocultos», eso sí, en el menú principal porque, tengo que reconocer que, el primer impulso tras leerlos de nuevo, fue el de eliminarlos.
Además, me debato entre ir publicando poco a poco, el libro que pretendo escribir desde hace un par de años; o terminarlo de escribir de manera definitiva y ver qué hacer con él. En el menú existe el apartado «Donde la luna duerme», que es donde iría subiendo los capítulos que ya tengo escritos y los que vaya escribiendo, pero ya digo, aún discuto conmigo mismo sobre ese particular.
De momento, y con todos los posibles fallos que pueda tener, pongo a navegar mis «Jirones en el tintero» . Es posible que éste sea el más que probable título si algún día viese calidad suficiente como para reunir algunos relatos en un libro; igual que el que ya existe en Amazon (sí, esto es publicidad encubierta) se llama «Los tinteros vacíos no cuentan historias»: un título maravilloso que me dio Vero y que, según mi modesto entender, está muy por encima del contenido que hay tras él. ¿No estaría bien que mis cinco libros de relatos (futuros) tuviesen la palabra tintero en su título? (Sí, me he flipado un poco, lo reconozco, pero la idea me gusta).
Hace poco, una de mis sabias de cabecera, Esperanza Ruiz, en este artículo, afirmaba que era «partidaria de dejar la biblioteca familiar al alcance de los niños», cosa con la que estoy casi totalmente de acuerdo.
Al día siguiente, Esperanza usó este otro artículo de Juan Manuel de Prada para apoyar su idea sobre los niños y los libros. Y todo estaba bien, hasta que llegué al párrafo en el que Juan Manuel dice esto:
…y estuve relativamente cómodo con esta afirmación, gracias a la acotación última: «sobre todo la contemporánea.»
El problema es que en mi cabeza seguía resonando el principio de su explicación: «Nunca he creído en la literatura infantil».
Y eso hizo que algo dentro de mí se rebelara. Porque yo sí creo en la literatura infantil. Desde siempre. Y, desde que tengo uso de razón, trato de poner tierra de por medio con esos adultos que reniegan de la infancia; esos adultos que son siempre adultos porque es lo que toca. Esos adultos de rostro ceñudo que ven una pérdida de tiempo ver dibujos animados, por ejemplo… y por los que, hace muchos años, escribí esto en un relato (sí, sé que queda feo autocitarse, pero es una de las pocas frases mías de la que todavía estoy orgulloso):
Se sentía tremendamente joven por dentro y, tal vez, eso era lo que le hacía parecer tremendamente feliz por fuera.
Porque, estando de acuerdo con De Prada en cuanto al uso ideológico y rastrero de parte de la literatura infantil actual, en la que no hay escritores sino adoctrinadores profesionales, me parece muy injusto el extender esa ponzoña a la buena literatura infantil. La que aviva la imaginación de los niños, la que les muestra valores reales y universales de manera natural, la que les divierte, les evade, les acompaña, les da esperanzas…
Juan Manuel se olvida, tal vez a sabiendas, de los libros infantiles con los que hemos crecido muchos de nosotros y que han sido, a posteriori, la puerta para entrar en la literatura adulta. Libros de Michael Ende, Roald Dahl, Beatrix Potter, Lewis Carrol, Selma Lagerlöf (primera mujer en conseguir, por cierto, un nobel de literatura), Pat O’Shea, Juan Muñoz Martín…
Muchos hemos querido volar a lomos de Fujur, o vivir una aventura con los Hollister, o cruzarnos con Max y Moritz en alguna de sus travesuras, o embarcar en El Salmonete con el pirata Garrapata…
Es cierto que lo que ahora venden como literatura infantil, muchas veces, no es más que bazofia adoctrinadora con colorines; pero, parafraseando al propio Juan Manuel de Prada (en otro contexto, es cierto) estaría bien que no proyectásemos sobre la literatura infantil «nuestras culpas, nuestros traumas y nuestras malas conciencias». Dejemos que los niños lean al Corsario Negro o a Nils Holgersson, a Robinson Crusoe o al pequeño Nicolás, a Phileas Fogg o a Jim Botón… Pero, también de acuerdo con Juan Manuel, huyamos de la mayoría de la literatura infantil actual, sobre todo la que se anuncie en medios de comunicación o canales oficiales.
Dejemos, en todo caso, que sean los niños los que elijan su forma de acercase a la literatura, y no proyectemos sobre ellos nuestras propias malas conciencias.
A la literatura adulta se llega a través de muchas puertas y ventanas: cine, cómics, series, podcasts, música… y una de ellas es también, como no, la literatura infantil. La buena. La de verdad. ¿Quiénes somos nosotros para cerrar cualquiera de esas entradas?
18 de mayo. Hace más de cinco meses que ni siquiera abro esta web, pero hoy tocaba.
Hoy Vero debería haber cumplido 41 años; o sea, que deberíamos haber quedado para ponernos guarros de pasteles sin lactosa con sus padres y su hermano, cantarle cumpleaños feliz, hacerle regalos y, tal vez, jugar a algún juego de mesa todos juntos. Por contra, me he comido un tocino de cielo (que era de los pocos pasteles que su cuerpo toleraba) en su piso, he cantado «cumpleaños feliz» mirando una foto nuestra y le he pedido que siga vigilándome.
Delibes, en su novela «Señora de rojo sobre fondo gris», escribe una frase sobre la protagonista: «Las mujeres como Ana no tienen derecho a envejecer.» Supongo que a Vero le ocurría lo mismo.
Nosotros esperábamos lo contrario, para ser sinceros: envejecer, mucho, los dos juntos; adoptar unos cuantos gitanitos (eso me lo decía muy a menudo); y yo tenía la esperanza de que fuese ella la que me cuidase cuando empezase a perder la memoria y a ser un viejo chocho y decrépito. Porque eso sí sabía hacerlo perfectamente: cuidar de los demás, estar pendiente de todo el mundo cada momento… Su calendario de Google estaba siempre lleno de colorines; de cumpleaños, santos, nacimientos, visitas médicas, fechas de parto, horario de pastillas de sus padres, las suyas, exámenes de amigos… No nos dio tiempo a que me enseñara a usarlo.
Hace algunos meses, con todo demasiado reciente, descubrí un relato de Pedro Ugarte titulado «Verónica y los dones». Una de las cosas que Pedro escribía era esto:
…¡¡y es exacto!! Así era Vero, incluso en lo de pintarse las uñas de los pies.
Uno suele buscar una mujer para compartir su vida, en la riqueza y en la pobreza, en la salud y en la enfermedad… Yo tuve el privilegio de dar con una mujer con la que compartir la eternidad, porque sé que nos volveremos a encontrar allí: ella me espera con un trineo azul, me lo ha dicho. Porque la riqueza, la pobreza, la salud, la enfermedad… ya los hemos compartido aquí abajo.
Supongo que, mientras tanto, me quedan algunas lágrimas que derramar, mensajes de guasap que querré y no podré mandar, cumpleaños que celebrar mirando una foto…
«Estás serio, mi amor. No estés serio. Te lo tengo prohibido» fueron algunas de las últimas palabras que me mandó por audio desde el hospital. (Las últimas las guardo para siempre en mi memoria, y ahí se quedarán, para mí.) Y prometo que intento hacerle caso, aunque a veces no me sale del todo. De los dos, siempre me decía que yo era el listo, y yo pensaba que la sabia era ella.
Nos han quedado muchas cosas pendientes, pero sé que me está vigilando para que cumpla todo lo que le dije que haría. Ahora las supervisará de otra forma, pero estoy seguro de que estará ahí, siempre. Ella, con sus cuarenta maravillosos años, y yo haciéndome viejo bajo sus ojos. (Esa ha sido la única cosa en la que me ha engañado: prometimos hacernos viejos juntos, pero ahora seré yo el único que envejezca). «Las mujeres como Vero no tienen derecho a envejecer».
En fin, Vero, feliz cumpleaños. Sigue cuidando de mí y no me dejes hacer mucho el tonto. Sigamos sumando.