Jonás vivía solo desde hacía años. Había aprendido a ser independiente desde pequeñito, así que nunca tuvo problemas para valerse por sí mismo con las tareas de la casa. Planchaba, cocinaba, limpiaba, cosía… y le relajaba hacerlo. Era su forma de desconectar de los problemas diarios: ponía cualquiera de sus discos de Mark Knopfler o de los Dire Straits en la cadena, y se dejaba llevar.
Solo había una cosa que no soportaba: poner la lavadora. Lo odiaba. A base de estropear ropa, inventó un método infalible para separarla antes de meterla en aquella máquina infernal, como la llamaba: la ropa que se veía y la que no se veía; dependiendo de cuál fuese el grupo en el que organizaba las prendas, las lavaba juntas o no. Eso sí, no había conseguido averiguar lo que todos nos preguntamos: ¿por qué desaparecían allí dentro algunas cosas? Y lo más importante, ¿dónde iban? Pero aprendió a vivir con esa duda. En su dormitorio, en una de las paredes, había colgado una madera en la que se leía: «calcetines perdidos» y en ella clavaba los desparejados, con la esperanza de algún día volver a unir algún par, como una textil Celestina.
Aquella noche hacía calor, así que se acostó con la ventana abierta. No corría el aire, como si jamás hubiese habido tal cosa en aquel lugar, y el ventilador escupía una película caliente de vaho que movía de un lado al otro de la habitación, acompasado con sus giros.
Consiguió apresar de alguna forma un mínimo estadio de duermevela en el que seguía siendo consciente de que no estaba dormido del todo, pero su cuerpo sí había empezado a relajarse. Entonces oyó como un estruendo; algo que se caía o se movía, y un traqueteo que le era familiar.
Casi sin darse cuenta, se levantó. Todo estaba a oscuras, pero sabía perfectamente por dónde andaba. Atravesó el pasillo y se dirigió a la cocina. Desde la puerta pudo ver una luz tenue que salía de dentro de la lavadora. Se acercó para asegurarse de que estaba apagada. Por si acaso la desenchufó, pero la luz seguía ahí.
Y de repente se agitó sola. Ese traqueteo familiar como del centrifugado. Fue un movimiento pequeño, pero lo suficiente como para que le hiciese dar un salto hacia atrás. La miró, interrogante, se arrodilló delante y abrió la puerta redonda. La luz seguía allí, al fondo, azul, clara, fría… Sin saber por qué, introdujo la cabeza en las fauces del electrodoméstico, y entonces notó que algo le succionaba hacia adentro. Intentó resistirse apoyando las manos a ambos lados del hueco, pero notó que perdía la consciencia, que todo se quedaba completamente a oscuras y que flotaba.
Al cabo de algún tiempo notó que una brisa fresca le rozaba el rostro y abrió los ojos. No estaba en su casa. Estaba en medio de un prado de hierba dorada, sobre una colina. Se puso en pie y empezó a caminar sin saber adónde. Al fondo pudo distinguir una especie de pueblo, con casas blancas y desordenadas, pero no conseguía distinguir figuras humanas. Se dirigió hacia él.
Entró por una plaza amplia y lo entendió todo. Allí pudo ver, jugando al fútbol alegremente, sus calcetines de deporte desparejados junto con otros que no lograba reconocer. Por las calles caminaban, con su aire de importancia, algunos calcetines ejecutivo y otros de cuadros que miraban con algo de desdén a los calcetines tobilleros, que se afanaban en sus tiendas o algunas construcciones y obras que podía ver a un lado y a otro.
En uno de los lados de la plaza pudo ver el ayuntamiento. Se asomó a una de las ventanas. El alcalde del pueblo estaba allí, con su banda roja cruzada, y lo conocía: ¡eran sus gayumbos de la suerte! Reconoció su color azul, sus dibujos de siluetas de animalitos, sus dos pequeños botones delante y un mínimo agujero en una de las perneras. «Normal», pensó para sí, «que sea el alcalde. Debe ser lo único ‘emparejado’ de todo el pueblo». Volvió a la plaza y trató de coger alguno de los calcetines que reconocía como suyos para llevárselo a casa con su par, pero todos corrían huyendo de él hasta que, de repente, se dieron cuenta de que eran más, lo rodearon contra una pared y comenzaron a lanzarse una y otra vez contra su rostro y su cuerpo. Incluso pudo notar que alguno se había colado por debajo de su camiseta y hacía como que le pateaba el estómago.
Si te arrojan un calcetín no deberías tener problemas para desembarazarte de él, pero si cientos de calcetines vienen a la vez contra ti para defenderse unos a otros… no pienses que es una tarea fácil ni agradable. Empezó a sentirse asfixiado, histérico, perdido… Se cubrió la cara con las manos y dio un grito desesperado antes de desvanecerse de nuevo.
Cuando volvió en sí estaba de nuevo en su cama, empapado en sudor. Casi estaba amaneciendo, y se sentía como si hubiese estado corriendo toda la noche. Se levantó para ir a echarse agua en la cara y apartar la pesadilla de su mente. Al ponerse de pie un calcetín cayó al suelo de debajo de su camiseta. No lo reconocía; no era de los suyos. Lo recogió y lo colgó en la tabla de la pared que decía «calcetines perdidos».
Ya sabía dónde estaban todos los demás, pero estaba seguro de no querer volver a buscarlos.