“¡¡¡Malditos hijos de puta. La habéis cagado. No sabéis lo que habéis hecho. Nos habéis jodido!!!”

El grito se extendió, como el sonido de un vaso de cristal reventando al caer al suelo, a todo lo largo y ancho de aquellas frías galerías grises. Y después de gritar aquello, Adán estuvo seguro de que había llegado, definitivamente, la extinción.

Algunas semanas antes, cada vez que se asomaba a la ventana de su quinto piso, podía ver a los operarios abriendo agujeros profundos y zanjas que ocupaban todo el ancho de la carretera que pasaba delante de su bloque. El barrio se había llenado de obras por todas partes y los autobuses tenían que parar un par de manzanas más lejos de lo habitual. Estaba claro que habría elecciones en breve, pero esta vez, a alguien, se le había ido la mano. Por lo general, siempre, solían cortar un par de tramos en alguna calle, levantando el asfalto para hacer como que se estaban reparando cañerías o instalando cableado nuevo, pero esta vez parecían estar yendo más lejos. La mitad del barrio en obras, con agujeros enormes y muy profundos en casi cada esquina, y la otra mitad transformada en una especie de laberinto  de direcciones prohibidas o contrarias para acceder al interior. Y ya llevaban un mes así. Nadie sabía cuándo acabaría aquel infierno: ruidos desde primeras horas del alba, excavaciones, máquinas tuneladoras inmensas que hacían temblar los edificios cada vez que cambiaban de ubicación, luces intermitentes nocturnas señalando los inmensos socavones a los despistados, vallas de obra por todas partes estrechando las aceras y cortando el paso…

Adán llevaba noches sin dormir bien. Se despertaba de madrugada con una luz naranja parpadeando en el techo de su habitación, o con el zumbido continuo de los motores que mantenían todas las señales visuales en perfecto funcionamiento. Y si mantenía las persianas cerradas para evitar ruidos y parpadeos desagradables, el calor de aquel junio húmedo y caliente le asfixiaba.

Aquella mañana se dispuso a caminar, como desde hacía un mes, veinte minutos para llegar a la parada del autobús que antes paraba ante su puerta. Cogió una manzana, cerró la puerta de su casa tras de sí y salió a la calle.

Era una mañana cálida. Corría una leve brisa fresca, pero el cielo estaba de un color gris cenizo. Ya había mucha gente en la calle, caminando de un lado para otro, esquivando vallas, zanjas y agujeros. Adán mordió su manzana mientras rodeaba uno de los agujeros profundos y anchos que se abrían cerca de su bloque y que podía mirar desde su ventana. Sin darse cuenta, alguien chocó contra él haciéndole caer la manzana al suelo.

– ¡A ver si miramos por dónde andamos! – le espetó un señor que parecía ir con prisas en dirección contraria.

Sin poder reaccionar, Adán pudo ver cómo aquel hombre se alejaba de él refunfuñando y, acto seguido, comprobó cómo su manzana rodaba por el suelo acercándose al borde del inmenso agujero que tenía ante él, hasta que desapareció cayendo al vacío.

– Empezamos bien la mañana – dijo para sí. Se limpió la mano con un pañuelo y se dispuso a continuar su caminata.

Cuando aquella tarde volvía a casa, después de un duro día de trabajo, todo parecía tranquilo. Las máquinas no funcionaban, no había ruidos de motores ni obreros trabajando… Extraño para un miércoles, pero pensó que, al menos, podrían disfrutar de una tarde apacible en el barrio. Llegó a casa, se puso ropa cómoda, preparó la cena y decidió que por fin podría ver una buena película, antes de irse a la cama, sin ruidos estridentes de fondo. Afuera, sus vecinos disfrutaban las calles, el aire fresco, el silencio de las obras… Podía escuchar a la gente en los bares, a los niños correteando como cualquier tarde normal de principios de verano, a pesar de aquel cielo gris ceniciento de todo el día. La temperatura era agradable…

A media noche, una especie de sonido seco le despertó de repente. Había silencio por todas partes. Miró al techo de su habitación y allí estaba, aquella luz naranja de cada día, pero esta vez no parpadeaba. Estaba fija. Fija y algo más tenue, casi amarillenta. Se levantó y se asomó por la ventana. No había nadie por ningún sitio. Todas las ventanas de los edificios estaban abiertas, pero no se podía ver ninguna luz encendida. Tampoco las farolas en la calle. Solo estaban encendidas las luces amarillas de los agujeros. Pero no parpadeaban. Miró a lo lejos y pudo distinguir un grupo de gente que corrían despavoridas en dirección a otro de aquellos inmensos huecos al otro lado de la avenida. Empezó a ponerse nervioso. De repente golpearon su puerta:

– ¡¡Dese prisa. No tenemos tiempo. Salga de aquí!! – oyó una voz grave y metálica al otro lado. Y más carreras.

En pijama, fue hacia la entrada y acercó su ojo derecho a la mirilla. Justo delante de su puerta había una figura alta, enjuta, envuelta en algo parecido a una túnica verde hasta el suelo. Parecía estar flotando, pero eso no era posible. La silueta de su cráneo era alargada, y su cuello largo y delgado, como si hubiesen tirado demasiado de su cabeza en algún momento de su vida. Golpeó de nuevo la puerta con unas manos de dedos finísimos y huesudos. Adán dio un salto hacia atrás, asustado.

– Adán, salga rápido. No tenemos tiempo – oyó de nuevo aquella voz, al otro lado.

Sin saber por qué, abrió la puerta, dispuesto a decirle cuatro cosas a aquel individuo que osaba molestarle a tales horas de la madrugada, pero en cuanto su nariz salió a la entrada, una mano delgada le cogió por la muñeca y le arrastró hacia el ascensor, que estaba abierto y esperándolos.

No sabía qué hacer. ¿Cómo sabía aquel ser su nombre? Quiso resistirse, pero su cuerpo no reaccionaba. En cuanto aquella mano se apretó sobre su brazo, algo le impedía oponerse.

– ¿Dónde vamos? – fue lo único que pudo articular, casi sin voz.

– No te preocupes. Ahora estarás a salvo – le respondió la voz metálica.

Aquel ser era realmente alto y delgado. Llevaba unas gafas oscuras sobre una nariz diminuta y una boca aún más pequeña, sin labios, que parecía estar sonriéndole. A Adán le recorrió un escalofrío por todo el cuerpo al ver aquello.

¿Estaba siendo abducido? Pero, ¿qué tipo de abducción era aquella, yendo hacia abajo y no hacia arriba por un haz de luz que llegara a alguna nave nodriza? Miró los números de las plantas en el cuadro de botones del ascensor, descendiendo conforme bajaban: 5…, 4…, 3…, 2…, 1…, 0…

Adán se colocó frente a la puerta, esperando a que se abriese.

– Aún no hemos llegado – le dijo el extraño con una voz sin tono.

“No hay más plantas”, pensó Adán, pero miró de nuevo la pantalla del ascensor, que seguía poniendo números: -1…, -2…, -3…, -4…, -5…

– ¿Qué está pasando aquí? – dijo casi fuera de sí.

– Os estamos salvando.

– ¿De qué?

– Del fin del mundo. Pero no a todos. No podemos llevaros a todos.

– ¿Qué me estás diciendo? ¿Que vienes de otro planeta para salvarnos del fin del mundo, a nosotros?

– Sois un desastre, es verdad, pero el universo necesita equilibrio. Nosotros le damos el orden, vosotros el caos.

De nuevo se hizo el silencio. Adán comenzó a sentir mareos. La puerta del ascensor se abrió por fin y pudo ver que ante él se extendía un inmenso pasillo gris, iluminado con luces blancas a todo lo largo del suelo. No se veían puertas, ni respiraderos, solo un túnel sin fin, límpido.

– ¿Y va a desaparecer todo?

– Todo.

– ¿Incluso nuestra tecnología, nuestros avances científicos, nuestros inventos…?

– Tendréis que empezar de cero. Pero hemos salvado a vuestros líderes, aquellos a los que seguís, para que os ayuden a reconstruirlo todo. Os dejaremos nuestros avances para que recuperéis los vuestros. Te enseñaré cómo los hemos elegido.

Andaban por el pasillo. Adán sentía sus pies descalzos sobre aquel suelo duro, liso, cálido. No había ruido alguno alrededor, salvo el sonido de sus pasos y una especie de murmullo  bajo la túnica de su acompañante que, definitivamente, se deslizaba sobre el suelo.

– ¿Cómo habéis seleccionado a quienes tienen que ayudarnos a recuperarlo todo?

– Ha sido fácil. Nos hemos guiado por vuestros medios de comunicación en cada país. Revisando aquello que os hace gastar más tiempo leyendo, o delante de la tele, o en la radio… Hemos supuesto, como en todas las demás civilizaciones de la galaxia, que soléis dedicar mucho tiempo a escuchar a vuestros líderes, aquellos en los que confiáis. Te lo enseñaré…

Adán empezó a sentirse más mareado de repente. Sintió que le daba una patada a algo. Miró al suelo. Delante de su pie descalzo vio una manzana. Su manzana, mordida, pero justo como cuando la cogió antes de salir de casa aquella mañana, sin magulladuras por la caída ni oxidaciones. Ahora esa misma mañana se le hacía muy lejana. Se agachó a recogerla.

Su acompañante se había separado un poco de él y ahora estaba justo en el lateral, frente a una de las paredes del túnel en la que no parecía haber nada. Apoyó su larguísima mano sobre un punto a la altura de sus hombros y, de repente, unas luces dibujaron una entrada. Dos puertas se deslizaron, dejando a la vista una sala inmensa, luminosa, de la que salía mucho ruido, como de televisores encendidos a todo volumen.

Adán parpadeó varias veces para acostumbrar sus ojos a aquella claridad repentina.

– Estos son los que hemos elegido, según vosotros, para que os ayuden a recuperar vuestro mundo lo más rápidamente posible.

Poco a poco sus ojos consiguieron hacerse al brillo de todas aquellas pantallas. Empezó a ver claro. Había cientos por todas partes, con imágenes que se repetían. Y entonces lo vio todo nítido, y comenzó a sudar y a sentirse mal. En las pantallas no había científicos, no había inventores, no había filósofos, no había poetas…, ni siquiera había políticos.

Allí había futbolistas, programas del corazón, culebrones, realitys, tertulias…

De nuevo la manzana se le cayó de la mano y rodó unos centímetros por aquel suelo gris y cálido. Sin poder apartar la vista de las pantallas, Adán entendió que todo estaba perdido, y explotó en un grito de desesperación que se extendió como el sonido de un vaso de cristal reventando contra el suelo:

– ¡¡¡Malditos hijos de puta. La habéis cagado. No sabéis lo que habéis hecho. Nos habéis jodido!!!

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