Un tío normal, por lo general, es reacio a entrar en un gimnasio. ¿Por qué? Sencillamente porque un tío «normal» se pasa la mitad de su vida despotricando contra todo lo que entre o salga de ellos. Todos nos empeñamos en demostrar que esos musculosos que habitan en tales lugares son gente estrecha, de inteligencia corta y de espíritu inexistente. La gente que cuida tanto su cuerpo debe tener poco que cuidar su espíritu.
Tal vez sea cierto. ¿Quién no ha entrado en un gimnasio y se ha sentido fuera de lugar, haciendo ejercicios estúpidos mientras otros se dedican a levantar cantidades enormes de peso con sus brazos o sus piernas? Los tíos tenemos esa manía insana de competir, y a los dos días siempre creemos que podemos levantar más peso que el que lleva tres años haciendo lo mismo. ¡¡Y cuántos músculos puede llegar a tener un cuerpo humano sin usar!!
Pero si llevas toda tu vida despotricando de los gimnasios, insultando a los cachas y renegando de todos y cada uno de los sitios donde la gente hace deporte, de repente, en la vida de todo hombre, se presenta un amigo que te ofrece apuntarte con él al gimnasio. Un tío «normal» ¿qué hace en estas circunstancias? Negarse rotundamente, por supuesto. Pero el amigo comienza a atacar el punto flaco de todo ser humano: la vanagloria. «Imagínate, dentro de cuatro meses, los dos en la playa, en bañador, teniéndonos que apartar a las chatis; o cuando nos pongamos el traje y nos cierren las chaquetas, y nos tengamos que apartar a las chatis; o cuando vayamos a esa discoteca tan popular, nos dejen entrar sólo con mirarnos, y una vez dentro, tengamos que apartarnos a las chatis…»
Al lunes siguiente acabas con un ridículo chándal, unos botines incómodos, y rodeado de cachas observando como otro gordito más se entromete en sus dominios para intentar (por supuesto, sin tener ninguna oportunidad) ser como ellos. Así de frágil es la mentalidad masculina.