«El chaleco salvavidas»… ¿De verdad alguien dejaría su vida en manos de un chaleco? ¿Por qué le llaman así? En un accidente de avión en un lugar que no sea agua, ¿cómo te salva el chaleco? ¿Cae al suelo antes que tú para que caigas en blando? ¿Te corta las hemorragias que puedas tener haciéndote un torniquete? ¿Quién sería el que le puso ese nombre a un trozo de plástico que se hincha cuando tiras de una cuerdecita? Además, aunque caigas en el mar, ¿el chaleco nada por ti? ¡Es tan absurdo estar en el mar, intentando nadar, con un chaleco puesto..! Y en caso de tiburones… ¡¡un chaleco amarillo… o rojo!! Como para pasar desapercibido. Si es que es absurdo.
Yo, chaleco salvavidas le llamaría a uno que llevase incorporado un botiquín de primeros auxilios, una provisión de comida preparada para cuatro o cinco días (nunca se sabe donde puedes tener un accidente; y si lo tienes con un equipo americano de rugby en las cordilleras de los Andes, más vale que te coja preparado), un telefono móvil con cobertura universal (de esos que todavía no se han inventado) y una tele pequeñita, por supuesto… para ver los sábados el programa de José Luis Moreno… como no vas a poder salir de marcha… ¡Ah, se me olvidaba! Un chaleco salvavidas también debería llevar una pelota de voleibol, a ser posible que respondiese al nombre de Sr. Wilson*, que no se fuese a nadar a las primeras de cambio…
*Gracias, Tom Hanks, por descubrirnos a un maravilloso actor secundario (ahora de reparto) en tu película «Náufrago».
Desde hace cienes y cienes de años, todos hemos aceptado que el símbolo por antonomasia de la paz era la paloma, y yo me pregunto: ¿quién habrá sido la mente pensante que lo ha decidido? Seguro que cuando ese buen hombre bautizó a la paloma como el pájaro de la paz, no tenía un coche al que hay que pintarle el techo cada dos por tres porque «el pájaro de la paz», pacíficamente, va dejando su tarjeta de visitas por allí por donde pasa.
Todos tenemos una experiencia desagradable con alguna paloma, seguro. Por ejemplo, ese día que estrenas traje para la boda de tu primo, y resulta que cuando está ya todo el mundo en la calle, dispuesto a acribillar con arroz a la feliz pareja, ves a lo lejos, flotando torpemente en el cielo, una paloma que viene hacia ti muy despacio, mirándote a los ojos, como sonriéndote para que te confíes.
Entonces, cuando pasa sobre ti… ¡CHOF! Un adorno nuevo para tu flamante traje; lo malo es que ni el color ni esa peste a huevo caducado van a juego con el color gris marengo de tu chaqueta. Y en ese momento, que es cuando debería reinar la paz más absoluta, con una paloma surcando el aire, es cuando empiezas a ponerte colorado, se te hincha la vena de la frente, coges el paquete de arroz que tienes en la mano y, soltando exhabruptos que no estoy autorizado a reproducir aquí,se lo lanzas al pájaro con todas tus fuerzas.
Debe ser muy estresante asistir a uno de estos actos simbólicos de sueltas de miles de palomas: porque si una sola es capaz de estropearte un traje de Armani, ¿qué no serán capaces de hacer 500 juntas, cubriéndose las espaldas unas a otras?
¿Y qué hay de su voracidad asesina? ¿Habéis probado alguna vez a ir al parque un día entre semana y darle de comer a las palomas? ¡¡Se te tiran a los ojos!! ¿El pájaro de la paz? ¡¡¡Y una mierda!!! El pájaro caníbal…
Yo, desde aquí, propondría un nuevo símbolo para la paz. Un símbolo que todos aceptáramos; que no jodiera nuestros coches, nuestros trajes o nuestros monumentos; un símbolo que nos uniese de verdad, con una sonrisa en el rostro y el corazón alegre: el GAMBRINUS.
Al final resultará que el eminente filósofo, científico, y estudioso Murphy era un iluminado; un Nostradamus de la modernidad, un visionario que enunció su ley después de horas enteras de visceral observación y pelos de picos pardos… ¡¡Y sus leyes se cumplen en todos los ámbitos de la vida diaria!!
¿Quién no ha estado alguna vez en la parada del autobús durante media hora, esperando mientras te comes las uñas después de haber acabado con el paquete de tabaco y los tres paquetes de pipas que llevabas? Los nervios a punto de nata, y cuando te sientas y los pies empiezan a deshincharse dentro de los zapatos nuevos, el autobús se acerca lentamente hasta tu parada.
Claro que para los fumadores es peor: estás esperando durante más de quince minutos el autobús, con la duda de si te fumas el cigarrillo o no: cuando, después de casi veinte minutos decides fumártelo, ¿qué pasa? Pues exactamente eso: que en cuanto das dos caladas al susodicho (por cierto: EL TABACO PUEDE PRODUCIR IMPOTENCIA EN EL HOMBRE)* , llega el autobús… Es impepinable; una ley inamovible e incuestionable.
Pero ya en el autobús sigue funcionando la Ley de Murphy:
Siempre se cumple la regla: «la prisa que llevas es inversamente proporcional al avance del autobús»…; y cuanta más prisa llevas, más despacio avanza el autobús. Además, resulta que la prisa, encima, es directamente proporcional a la cantidad de semáforos en rojo, tráfico y gente que quiere coger ese mismo autobús.
¿Y qué decir de la ancianita que se monta preguntando si ese autobús lleva a… cualquier sitio que está clarísimo que no tiene nada que ver con la ruta de nuestro bus? «Señora, ¿no ve usted el número? Este es el 43; el mismo número lo dice: 43. No voy a la calle Sierpes…» Pero no; el chófer se empeña en explicarle amablemente a la ancianita (que además es medio sorda) cuál es la combinación de autobuses que debe coger para llegar a la calle Sierpes sin dar un sólo paso de más; vamos, que sólo le falta cogerla en brazos y llevarla a la parada correcta…
¿Y por qué se tiene que montar gente en TODAS las paradas cuando se tiene más prisa? Y siempre se monta esa señora cargada de bolsas de frutas a la que, cuando está terminando de subir, se le resbala la bolsa de naranjas a la calle… Pero lo peor es que, encima, cuando el autobús está saliendo de esa parada en la que te has llevado diez minutos para recoger todas y cada una de las naranjas de la señora (que además parece que ha tirado queriendo cinco o seis debajo de la furgoneta que hay aparcada al lado de la parada), de repente, una voz se pone a gritar: «un momento; pare, pare, que me tengo que bajar»… El típico jubilado al que se le va la olla y se da cuenta de que esa es su parada cuando el autobús ya está saliendo de ella. Y ahí tienes al jubilado, saliendo desde el asiento de detrás (lo que se conoce como el gallinero), intentando atravesar por entre una marabunta de gente apretujada que apenas tiene sitio para respirar, pidiendo perdón a todas y cada una de las personas que tienen que dejar de respirar para poder apartarse unos centímetros y dejarle sitio hasta la puerta…
¡¡Y encima siempre hay alguien que se tiene que bajar en todas y cada una de las paradas; incluso en esa parada donde nunca se baja nadie porque está en medio de ningún sitio, sin tiendas, ni edificios de viviendas ni nada…!! Y el tráfico cada vez más denso, y un accidente en un cruce tiene retenido justo el carril por donde avanza tu autobús, y para colmo, llega la polocía local… ¿Es que nadie se ha dado cuenta de que siempre que hay atascos, al principio de todos ellos, hay un par de agentes de la policía local dirigiendo el tráfico? ¿Lo hacen queriendo para que descienda el número de accidentes en ciudad? ¡A ver quién es el chulo que tiene un accidente a 3 kilómetros por hora!
Total, que al final llegas veinte minutos tarde… y explícale tú a alguien que la culpa la tiene un tal Murphy porque se empeñó en que las cosas, si van mal, siempre pueden empeorar…
*Este es un consejo ofrecido amablemente por TABACALERA y el Ministero de Sanidad y Consumo (de consumo de todo menos de tabaco parece ser…)
La Cena de Navidad. Ese momento familiar en el que por única vez en el año podemos ver a esos primos que no soportamos, a esa tía impertinente que siempre nos pregunta que cuándo nos vamos a echar novio o novia (depende del sexo del interfecto), a ese amigo del padre al que nadie soporta y que siempre acaba cenando con nosotros porque nuestro padre es el único que lo aguanta porque hicieron la mili juntos, esa vecina cotilla que se cuela cada dos por tres para averiguar qué estamos cenando y si es mejor y más abundante de lo que ella ha preparado…: sí, la cena de Navidad.
Pero una cena de Navidad que se precie siempre empieza para una madre una semana antes, revolviendo todos y cada uno de los libros de cocina que hay en la casa para encontrar alguna comida especial que guste a todos…, porque claro, esa es la primera gran prueba de una cena que se precie. Una prima vegetariana, un hermano al que no le gusta el pescado, un tío alérgico al marisco, la abuela diabética, el abuelo sin dientes… en todas las familias hay uno de cada…
Y cuando la madre por fin encuentra en un libro una receta que parece adecuada y especial, el ingrediente más importante de dicha receta está borrado, o falta ese trozo de la página, o hay un machurrón tan grande de aceite en ese trozo que es imposible distinguir las letras… Así que, en un alarde de riesgo, la madre decide que el ingrediente será lechón…
Pero éso no es lo peor. Después de estar todo el día en la cocina preparando el dichoso lechón, con unos ingredientes extrañísimos y una extraña forma de cocinarlo, cuando todos están en la mesa, el único comentario agrdable con respecto a la cena es lo bien que saben las patatas fritas, que suelen ser congeladas y en las que la madre apenas ha invertido tiempo porque el lechón se lo ha llevado todo. Siempre suele asistir a esas cenas, además, alguien que, precisamente ese mediodía, ha comido lo mismo que lo que va a cenar, con lo cual la madre se siente con la obligación de ofrecerle algo distinto al «invitado oportuno». Para colmo, lo que más rápido desaparece de la mesa es lo que más cuesta y lo más delicioso, con lo que la madre, como está contínuamente levantándose a la cocina, no logra ni probar el jamón, ni las cigalas, ni las gambas…
La cena de Navidad. Cuando acaba la gente de cenar vienen las copitas, y mientras la madre recoge la mesa (con alguna tía que se siente culpable porque se ha comido todas las gambas y sabe que la madre no las ha probado), los demás comienzan la degustación de todos los vinos que han traido para la cena (¿qué menos que un litro de vino del barato a cambio de una opípara cena en una casa que no es la propia y, por añadidura, gratis?). Al cabo de media hora, todos los padres están contando anécdotas de su mili; media hora después se cantan villancicos a pleno pulmón, y una hora más tarde se ha pasado de contar chistes malos a bailar hasta las campanadas del reloj del salón con la corbata puesta en la frente…
Y cuando acaba la cena y todos se van, alguien, desde la puerta, dice LA FRASE: «Esto hay que repetirlo en Fin de Año, ¿eh?». En ese momento hay una ráfaga de aire que atraviesa la puerta y se aleja rápidamente de la casa: la madre…
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Esta es una dedicatoria especial y muy cariñosa para todas esas madres que, especialmente en Navidad, hacen lo imposible para que todos estemos contentos, cómodos y bien alimentado, aún a costa de su propia comodidad y descanso.
Ellas hacen posible que estas fechas tengan siempre algo de magia. Nunca podremos agradecérselo lo suficiente…
GRACIAS A TODAS LAS MADRES DEL UNIVERSO (por si existe vida en otros sitios…)
Un tío normal, por lo general, es reacio a entrar en un gimnasio. ¿Por qué? Sencillamente porque un tío «normal» se pasa la mitad de su vida despotricando contra todo lo que entre o salga de ellos. Todos nos empeñamos en demostrar que esos musculosos que habitan en tales lugares son gente estrecha, de inteligencia corta y de espíritu inexistente. La gente que cuida tanto su cuerpo debe tener poco que cuidar su espíritu.
Tal vez sea cierto. ¿Quién no ha entrado en un gimnasio y se ha sentido fuera de lugar, haciendo ejercicios estúpidos mientras otros se dedican a levantar cantidades enormes de peso con sus brazos o sus piernas? Los tíos tenemos esa manía insana de competir, y a los dos días siempre creemos que podemos levantar más peso que el que lleva tres años haciendo lo mismo. ¡¡Y cuántos músculos puede llegar a tener un cuerpo humano sin usar!!
Pero si llevas toda tu vida despotricando de los gimnasios, insultando a los cachas y renegando de todos y cada uno de los sitios donde la gente hace deporte, de repente, en la vida de todo hombre, se presenta un amigo que te ofrece apuntarte con él al gimnasio. Un tío «normal» ¿qué hace en estas circunstancias? Negarse rotundamente, por supuesto. Pero el amigo comienza a atacar el punto flaco de todo ser humano: la vanagloria. «Imagínate, dentro de cuatro meses, los dos en la playa, en bañador, teniéndonos que apartar a las chatis; o cuando nos pongamos el traje y nos cierren las chaquetas, y nos tengamos que apartar a las chatis; o cuando vayamos a esa discoteca tan popular, nos dejen entrar sólo con mirarnos, y una vez dentro, tengamos que apartarnos a las chatis…»
Al lunes siguiente acabas con un ridículo chándal, unos botines incómodos, y rodeado de cachas observando como otro gordito más se entromete en sus dominios para intentar (por supuesto, sin tener ninguna oportunidad) ser como ellos. Así de frágil es la mentalidad masculina.
Sí, sí, sí. Todo cambia. Antes era el macho ibérico, luego los metrosexuales, los ubersexuales…
El macho ibérico habitaba las discotecas, los tugurios nocturnos y las oficinas, y para ligar presumían de heridas de guerra: escalaban montañas altísimas en condiciones extremas; jugaban al fútbol y soportaba patadas, lluvia, granizo, tobillos lastimados, balonazos…; se peleaban con todos los macarras del barrio o del instituto y no les importaba si ganaban o perdían con tal de que les dejasen alguna marca, cardenal o rasguño que poder enseñar por ahí…; fumaban como carreteros, bebían como Marías Jiménez, escupían en la calle lo más lejos posible… El macho ibérico…
De repente llegó la moda metrosexual y todos eran sensibles, no les importaba reconocer que habían llorado viendo «Los puentes de Madison», esculpían sus cuerpos como jóvenes estatuas griegas (en el sentido literal de la palabra: lisos, musculosos, amanerados…), salían a comprar sin agobiarse, todos cocinban, planchaban, cosían…, eran capaces de dar su opinión sobre peinados, maquillajes, perfumes…, iban a ver funciones de teatro transgresor, leían más que Sánchez Dragó y siempre las últimas novedades… Estos tipos desterraron al macho ibérico poco a poco, ocupando sus lugares. Ahora llega, lentamente, el ubersexual, del que aún no se sabe claramente de qué va, pero se sabrá.
La prueba definitiva de que los tíos somos cien por cien adaptables; somos capaces de ir a la par de los movimientos y tendencias del mundo. Sí, la prueba definitiva: somos idiotas… Y en realidad, al final, todo se reduce a lo mismo: los tíos presumimos para ligar. Macho ibérico, metro/uber-sexual, da igual. Lo que haga falta para atraer al sexo opuesto (y a veces incluso al mismo, pero en eso no nos vamos a meter).
Sí, hablamos de Alfred, ese mayordomo modélico de las pelis de Batman… ¡¡Pobre hombre!!
Nadie en realidad sabe que Alfred, antes de presentarse a trabajar en casa del hombre murciélago, hizo el cásting para hacer de Don Limpio, ese mayordomo calvo que vemos en la tele. Ese era su trabajo ideal. ¿Qué hace Don Limpio? Sólo espera a que le llamen, echa unas gotas de producto en el cubo con agua, y espera a que el dueño de la casa termine de limpiar para dar su visto bueno… Luego, a dar vueltas hasta que le llamen otra vez… ¿Qué mayordomo no soñaría con este trabajo?
Pero no lo aceptaron, prefirieron a un tío cachas y calvo. De modo que se presentó en casa de Batman, y ahí fue donde se quedó un poco…, digamos que idiota.
Vamos a ver, Alfred, ¿en cuántas películas te han hecho aparecer? ¿No te das cuenta de que te han cambiado de Batman tres veces? ¿Es que en esa casa basta con que llegues disfrazado de murciélago para que te planchen la ropa, te den de comer y te almidonen las orejas del disfraz sin hacer ninguna pregunta? ¡¡¡Y además, para colmo, en algunas de las pelis te llega el Batman éste con colegas!!! Claro, como también van disfrazados… ¡Qué poca consideración!
Pero por encima de todo, prevalece una duda: ¿cuándo descansa el pobre Alfred? De noche imposible; hay que esperar a que los niños vuelvan de juguetear por ahí disfrazados de murciélago para curarles las heridas, o lavar el Bat-móvil. Y de día…, con las cosas de la cueva (que esa es otra: vivir en una cueva, con lo difícil que es quitar el polvo de las estalactitas), la comida, la plancha, el almidonado de los trajes, el cuidado que hay que tener para que los niños no se te duerman colgando boca abajo de las lámparas del salón…
No me extraña que Alfred terminara presentando su dimisión y que tuviesen que contratar a otro mayordomo más joven para «Batman begin»… Y en cuanto éste se dé cuenta de qué va la cosa…