Hace ya tiempo que los autodenominados guardianes de las buenas costumbres y del correcto uso del lenguaje (sic) se empeñan en decirnos cómo tenemos que hablar y expresarnos para ser, ¡oh, gilipollez supina!, políticamente correctos, inclusivos y respetuosos con todas y cada una de las tribus que ellos, en su extenso conocimiento del ser humano, se han encargado de crear para poder asignarnos el sitio justo y conciso que nos corresponde en ese mundo suyo que tienen en la cabeza, donde las nubes son de algodón, los ríos de almíbar, y los unicornios corretean libres por los verdes prados.
Como recuerda Enrique García-Máiquez en este artículo suyo: «Quien decide lo que significan las palabras, como ya advirtió el Humpty Dumpty de Lewis Carroll, es quien manda. El que ostenta el poder tiene mucho interés en manejar el diccionario a su antojo, pues el lenguaje es la herramienta para dominarnos a todos.»
Ya no somos hombres y mujeres, somos personas; ni siquiera seres humanos, porque eso no incluye, por favor, a las humanas.
Ahora, encima, veo en redes sociales que ya no puedo hablar de mi novia, porque eso supone posesión, y nadie puede poseer a otra persona. Por supuesto, nada dicen estos adalides del lenguaje sobre mi padre, mi hermana, mi tío, mi perro, mi tortuga…, porque todos entendemos que a un padre, una hermana, un tío, un perro, una tortuga… no los poseemos. Pero a una novia, porque su mente enferma lo dice, sí.
Hago un aparte para dejar constancia de mi odio intenso a la construcción mi pareja en lugar de mi novia o mi novio. Hablamos de pareja de centrales, de sotas, de la guardia civil, de baile, de dobles, de petanca, de zapatos, de gemelos, de calcetines… ¿O es que es mejor ser pareja; algo temporal, rompible, que no importa separar…? ¿Qué terror se le tiene ahora a las palabras novio o novia? ¿Será que son palabras que llevan en sí mismas una pátina de compromiso para con otra persona que no estamos dispuestos a asumir, nosotros, que estamos creados para el placer, el divertimento, el hedonismo, la fiesta eterna…?
Pero sigamos con los posesivos. ¿Quién, en su sano juicio, puede pensar que, si hablo de mi madre, quiero decir que la he comprado en un mercadillo y por eso es mía? Mi madre es MI madre porque fue ella la que eligió que yo fuese su hijo, no al revés. Es un acto de amor, no de posesión. Mi novia no es mía porque yo la posea, sino porque ella me eligió, se fía de mí, me soporta, me comprende, me quiere… Es ella la que se me ofrece, igual que yo me ofrezco a ella, del todo, con confianza.
No es posesión, es obligación; obligación de conservarla, de cuidarla, de protegerla, de completarla (sí, amigos de lo políticamente correcto: completamos de alguna forma a las personas con las que nos relacionamos, porque no somos islas)… Obligación, en definitiva, de hacer feliz a la persona elegida. Una obligación que yo acepto, porque sé que la otra parte también lo hace. Y por eso puedo usar el posesivo: porque es mi obligación. Si ahora eres capaz de decirme que no deberíamos estar obligados a hacer feliz a nadie, entonces, amigo mío, amiga mía, aquí dejamos de hablar. Puedes dedicarte a tu propio goce, a tu ombligo. No te arriendo las ganancias.