Cuando aparecieron las redes sociales (Tuenti es la primera que recuerdo haber usado hace ya… la intemerata de años), todos corrimos a hacernos un perfil y a zambullirnos, como niños el primer día de piscina, en esa nueva oportunidad que nos daba internet. Contactar con amigos de la infancia, del colegio, con los que estaban fuera, familiares, desconocidos… Había buen rollo y esa ingenuidad de lo nuevo que aún no se ha estropeado por el uso.
Después llegaron Facebook, Twitter, Instagram… (hablo de lo que uso yo, aunque supongo que se me escaparán muchas otras aplicaciones), como alternativas igual de prácticas y novedosas. Y volvimos a tirarnos de cabeza a ellas. Ya no era sólo una piscina en la que nadar; aquello se había convertido en un parque acuático en el que podías elegir, en cada momento, el lugar en el que chapotear con todo el que quisiera.
Y fuimos dejando de salir al mundo para meter el mundo, el nuestro y su alrededor, en una pantalla. Y empezamos a sentarnos en una mesa con los amigos mirando el móvil en lugar de mirarnos a la cara. Y llegaron las discrepancias, y perdimos la compostura y aparecieron los insultos, las mentiras, las campañas de desprestigio hacia cualquiera… Y todo se volvió oscuro…
Y ahí estamos ahora mismo, con mucha gente desertando de las redes sociales porque no es saludable entrar y encontrar bilis, sapos y culebras por todas partes. Porque parece que todos estamos siempre cabreados con el mundo. Y eso no es bueno para la salud.
…y eso es lo que ando haciendo desde hace unos meses. Saliendo del túnel oscuro en el que se han convertido las redes sociales y tratando de pasar el menor tiempo posible deambulando por ellas. Hay muchas cosas que hacer para andar perdiendo el tiempo en discusiones que se arreglarían más fácilmente, cara a cara, con un par de cervezas y unas tapas.