La fe de los niños

 

Me disponía a cruzar una carretera, esta mañana, de camino al trabajo. Detrás mía, una madre, con dos pequeños de la mano, caminaba hacia algún sitio.

Enfrente, por el asfalto, una furgoneta atravesaba delante de nosotros, tocando el claxon insistentemente. Al mirarla, pude ver a un hombre que asomaba la cabeza por la ventanilla del copiloto, saludando con la mano y gritando un nombre de mujer.

A mis espaldas, la señora de los dos niños se agachaba señalándole a los pequeños la dirección en la que la furgoneta se iba alejando irremediablemente. Estaba claro que la madre no era capaz de que la niña más pequeña entendiese qué quería que mirara, así que la cogió en brazos y, señalando ya casi al final de la calle, le dijo: «mira, allí va papá. Dile adiós». La niña levantó su manita y, por unos pocos segundos, dijo adiós a algo que estaba lejísimos, con el mismo entusiasmo con el que lo hubiera hecho de estar su padre delante de ella. Y siguieron caminando…

 

 

A menudo es complicado tratar de explicarle a alguien que no tiene fe qué es, a pesar de que esas mismas personas la tienen en distintas cosas: el hombre del tiempo, su equipo de fútbol, el amigo que les hace la declaración de la renta, una bruja, los posos de un café… Pues lo de esa niña pequeña, esta mañana, es fe: ese fiarte de alguien, por ser quien es, simplemente porque te lo dice, sin plantearte nada más.

Por supuesto, dependiendo de las aspiraciones vitales de cada uno, elegirá dónde depositar esa fe para que le sirva de apoyo y de guía. Y tendréis que convenir conmigo en que si las aspiraciones de alguien son a la Eternidad, solo hay un Punto al que sujetarse.

¡¡Por favor, la pelota!!

Una pelota abandonada... a primera vista

Hace más o menos ocho años que dejé de ir andando a todas partes: me compré un coche.

He ganado en comodidad, en tiempo, en independencia, en movilidad…, sí. Pero he perdido otras cosas que tenía cuando recorría Sevilla de punta a punta sobre mis propios zapatos. Ahora medito menos, escribo menos, observo menos, me cabreo más…

Desde el coche ves a la gente caminando, con los cascos puestos, mirando el móvil, sin prestar atención a su alrededor, y piensas: «esta sociedad está viviendo en una burbuja individualista en la que nadie mira a nadie a la cara»… y lo dices tú, que vas metido en tu burbuja con ruedas, las ventanillas cerradas, el climatizador a la temperatura perfecta, oyendo tu música…

Hace poco tuve que salir, sin coche (estaba haciéndole una revisión rutinaria), y decidí que, lo mismo, era buena idea volver a las buenas costumbres: salir sin música, con las orejas abiertas, a andar, tranquilamente (sí, iba a recoger el coche, pero podría haber ido en autobús).

Atravesé el parque Amate, mi parque, mirando cada árbol, oyendo los sonidos de los pájaros, los pasos acompasados de la gente que corría, las máquinas de los encargados de los jardines que recogían las ramas  rotas de los últimos días de aire y lluvia, las conversaciones relajadas de la gente con la que me cruzaba en el camino… Me acordé de mi amiga Marta G. Navarro, que va andando a todas partes, como yo antes, y que tantas fotos hace en este parque (y para la que, por cierto, desde Navidad, tengo una tontería que aún no le he dado. Y sí, reconozco que esto es, además, una pequeña trampa para ver si me lee o si alguien que me lea se lo chiva)…

Antes de salir del parque, en una de sus esquinas, hay un colegio. En el momento en el que pasaba por allí parece que era la hora del recreo, y podía oír, detrás del alto muro del patio, los gritos¿Qué mejor lugar que hacer amigos que el recreo? de un montón de niños en desorden, mezclándose entre sí. Pero me llamó la atención un sonido relativamente ordenado y rítmico de entre toda la algarabía. Conforme iba acercándome a aquella tapia de ladrillo, se hacía más alto e insistente. A un par de metros de la valla, delante de mí, pude ver una pelota de gomaespuma verde con algo escrito a rotulador: 3º A, y entendí, por fin, qué decían aquellas voces al unísono: «¡¡por favor, la pelota!! ¡¡Por favor, la pelota!! ¡¡Por favor, la pelota!!…» Me acerqué, la recogí y la lancé por encima, al otro lado.

Por un momento pude imaginar, a través de los ladrillos, un montón de manitas alzándose al aire para atrapar aquella pelota que se les había escapado, tan lejos y tan cerca… Escuché varios «¡¡bien!!» mientras veía la pelota caer, pero al cabo de unos segundos, de nuevo, volvió la uniformidad y oí un claro «¡¡gracias!!» de un montón de pequeñas gargantas perfectamente sincronizadas. Y salí del parque, sonriente.

¿Y adónde quiero llegar? Pues a que si hubiese llevado puestos mis auriculares, con mi música, no habría podido oír ese «¡por favor, la pelota!» ni el más sincero «¡gracias!» que haya oído en mucho tiempo. Que a veces nos perdemos momentos mágicos por estar tan metidos en nosotros mismos. Que si saliéramos más de nuestros móviles, nuestras redes sociales, o sea, nuestra burbuja de realidad edulcorada y plastificada, tal vez nos miraríamos más a la cara y nos cabrearíamos menos con el mundo…

No sé, es algo que me ha dado por pensar después de ese «¡¡gracias!!» infantil tan maravilloso.

Soledad

SoledadMi amigo Tappy dice que siempre evito decir que trabajo como teleoperador, pero probablemente exagera un poco. El caso es que sí que trabajo en eso y, como todo en esta vida, tiene sus cosas buenas y sus cosas malas.

A lo largo del día hablas con mucha gente: impacientes, torpes, maleducados, dubitativos, pedantes, tranquilos, divertidos, amables, amas de casa, estudiantes, trabajadores, jubilados, extranjeros… Y de vez en cuando te encuentras con alguien, al otro lado del teléfono, que simplemente quiere hablar. Que se inventa una excusa, una duda, una pequeña avería, para llamar y charlar con alguien, aunque sea un desconocido.

Y es algo que ocurre con más frecuencia de lo que puede parecer. Por lo general suele ser gente mayor, abuelos que han puesto internet por los nietos, o porque a los hijos se les ha metido en la cabeza que sus padres tengan algo que no van a utilizar nunca. Y te das cuenta de que, con tanta tecnología, tantos avances, están solos o se sienten solos, porque lo único que quieren es que alguien les escuche, da igual si es mirándoles a la cara o al otro lado de un frío aparato telefónico. La soledad da dentelladas mucho más gélidas.

Y cuando te tiras veinte minutos hablando con este tipo de personas, al colgar, es cuando te das cuenta de que la tecnología nos está volviendo insensibles. Que desechamos a los ancianos simplemente porque no siguen nuestro ritmo, porque vamos tan acelerados que nos olvidamos mirar hacia atrás; y no recordamos que los que dejamos detrás son los que antes nos han abierto la autopista por la que nosotros transitamos, pensando que tenemos todo el derecho a ello, sin apenas prestarles atención.

Te hierve la sangre cuando te llama un abuelo diciéndote que está poniendo internet para que sus nietos lo tengan cuando les visiten. ¿Qué tipo de sociedad hedonista estamos generando? ¿Qué cantidad de egoísmo somos capaces de tener sin que nos remuerda la conciencia? ¿Qué clase de seres humanos somos que nos importan tantísimo los perros y gatos abandonados pero dejamos encerrados en casa, sin una mísera visita, a nuestros ancianos?

En serio, ¿en qué nos estamos convirtiendo?

Contar hasta diez…

cuenta10

«Calla siempre cuando sientas dentro de ti el bullir de la indignación. Y ésto, aunque estés justísimamente airado.
Porque, a pesar de tu discreción, en esos instantes siempre dices más de lo que quisieras.»

Lo decía un gran santo del siglo XX; uno que sabía de lo que hablaba. Y a mí se me olvida muchas veces.

Estos días, después de los execrables hechos de París, he estado leyendo demasiado. Demasiadas opiniones, demasiados comentarios, demasiados sapos y culebras lanzados a diestro y siniestro por odiadores profesionales, demagogos de taberna, gente simplemente cabreada, o asustada, o todo a la vez…

Uno ya tiene una edad (gracias a Dios, porque si tuviera dos me preocuparía bastante) y, a pesar de cada vez ser más tolerante con casi todo y casi todos, también me encuentro con que soy más irritable, más iracundo, más vehemente cuando defiendo mis opiniones…

…y a veces meto la pata o digo «más de lo que quisiera», o de peor forma de lo que debería.

Se me ha pasado por la cabeza, bastantes veces, dejar de opinar; guardarme mis consideraciones para mí solo. Otras veces, en esos estados de vehemencia que me poseen de vez en cuando, he pensado exactamente lo contrario: contestar a todas y cada una de las cosas que me molestan o me resultan insultantes para con mis ideas, mis principios o mis creencias. Supongo que, como dice el aforismo, «in medio virtus», en el centro está la virtud,  así que trataré de seguir esa máxima. Antes de escribir algo estando enfadado o molesto, trataré de hacer lo que dice el título de esta entrada: contar hasta diez.

Para acabar, qué mejor que otra frase del mismo santo con que abro la entrada:

«Hacer crítica, destruir, no es difícil: el último peón de albañilería sabe hincar su herramienta en la piedra noble y bella de una catedral.
Contruír: ésta es la labor que requiere maestros».

Conversaciones de «runner»

angelodemonioHace algunos meses que salgo a correr de vez en cuando (los modernos ahora le llaman running, como si así fuese algo más espectacular. Aunque sigan sudando, lesionándose, o perdiendo peso de la misma forma que antes; pero hacer running es más guay que salir a correr un rato), y hay algunas conversaciones interesantes al cruzarte con según qué otra persona que también esté corriendo:

Si es un cachas con camiseta de tirantas, enseñando músculo:

– Fíjate en ése. Ya sabemos que estás fuerte. ¿Tienes que ir enseñando «musculito»? (dicho en tono bastante peyorativo).

– Si el chaval tiene músculos, ¿qué quieres que haga?

– Pues que se ponga una camiseta normal, como todo el mundo.

– Recuerda que tú, a principios de verano, estuviste mirando camisetas de tirantas para salir a correr.

– Ya. Pero no es lo mismo…

– ¿Por qué no es lo mismo?

– (…)

Si es una gordita o un gordito que, más que correr, va andando:

corredorgordito– Pues sí que está haciendo ejercicio éste (o ésta, dependiendo del sexo de la persona a machacar).

– Está andando. Es un buen ejercicio.

– Ya, pero así no va a perder ni suelas de los botines.

– ¿Y sabes cuánto tiempo lleva haciendo éso? Lo mismo lleva aquí más tiempo que tú.

– Pues no se le nota nada.

– A lo mejor dentro de unos meses aguanta más que tú corriendo que, dicho sea de paso, tampoco es que vayas muy rápido.

– Pero dentro de un tiempo iré progresando, aguantando más y yendo más rápido, seguro.

– Pues eso.

Si es una pareja que va andando a paso rápido:

corredorpareja– Vienen a hacer deporte. Ya.

– ¿Tú empiezas corriendo directamente?

– No. Yo empiezo andando, pero voy solo, no hablando con nadie.

– ¿Eso es envidia o qué?

– No. A mí me gusta correr solo.

– Ellos prefieren correr acompañados… o andar rápido mientras hablan y se acompañan. ¿Qué más da?

– No, si pueden hacer lo que quieran.

– Eso es lo que hacen.

Si es alguien que va corriendo mucho más lento y es adelantado:

– Anda que vaya ritmo que lleva.

– Exactamente el mismo que llevabas tú cuando empezaste. Incluso puede que un poco más.

corredorcaracol

…y así mil conversaciones que suelo escuchar las mañanas en las que salgo a correr… ¡¡¡en mi cabeza!!!

Sí. El que critica y el que defiende soy yo mismo, y prometo que esas conversaciones que mantengo son absolutamente reales.

Por un lado me ayudan a olvidarme un poco de mi cansancio, pero, por otro, me recuerdan que tengo una parte envidiosa, malévola, irrespetuosa y que piensa que soy mejor que alguien a quien en absoluto conozco. Y es así como somos en realidad. ¿Y qué podemos sacar de esto? Pues es fácil: que si tratáramos de ponernos en el pellejo del otro, probablemente nos dolería cuando lo despellejásemos; que cada cual tiene sus circunstancias y sus motivos, y que «como juzguéis, seréis juzgados«.

Quizás seríamos mejores personas si fuésemos capaces de ver en los otros más la parte positiva que lo que no nos gusta de ellos; si en vez de criticar sin conocer, al menos, buscáramos antes los motivos de cada uno…

Y esto lo he aprendido haciendo deporte. ¿Qué otra cosa he aprendido haciendo deporte? Que estoy totalmente oxidado y hecho polvo, pero eso es otra historia totalmente distinta a la que espero irle poniendo remedio poco a poco.