La fe de los niños

 

Me disponía a cruzar una carretera, esta mañana, de camino al trabajo. Detrás mía, una madre, con dos pequeños de la mano, caminaba hacia algún sitio.

Enfrente, por el asfalto, una furgoneta atravesaba delante de nosotros, tocando el claxon insistentemente. Al mirarla, pude ver a un hombre que asomaba la cabeza por la ventanilla del copiloto, saludando con la mano y gritando un nombre de mujer.

A mis espaldas, la señora de los dos niños se agachaba señalándole a los pequeños la dirección en la que la furgoneta se iba alejando irremediablemente. Estaba claro que la madre no era capaz de que la niña más pequeña entendiese qué quería que mirara, así que la cogió en brazos y, señalando ya casi al final de la calle, le dijo: «mira, allí va papá. Dile adiós». La niña levantó su manita y, por unos pocos segundos, dijo adiós a algo que estaba lejísimos, con el mismo entusiasmo con el que lo hubiera hecho de estar su padre delante de ella. Y siguieron caminando…

 

 

A menudo es complicado tratar de explicarle a alguien que no tiene fe qué es, a pesar de que esas mismas personas la tienen en distintas cosas: el hombre del tiempo, su equipo de fútbol, el amigo que les hace la declaración de la renta, una bruja, los posos de un café… Pues lo de esa niña pequeña, esta mañana, es fe: ese fiarte de alguien, por ser quien es, simplemente porque te lo dice, sin plantearte nada más.

Por supuesto, dependiendo de las aspiraciones vitales de cada uno, elegirá dónde depositar esa fe para que le sirva de apoyo y de guía. Y tendréis que convenir conmigo en que si las aspiraciones de alguien son a la Eternidad, solo hay un Punto al que sujetarse.

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