Hace más o menos ocho años que dejé de ir andando a todas partes: me compré un coche.
He ganado en comodidad, en tiempo, en independencia, en movilidad…, sí. Pero he perdido otras cosas que tenía cuando recorría Sevilla de punta a punta sobre mis propios zapatos. Ahora medito menos, escribo menos, observo menos, me cabreo más…
Desde el coche ves a la gente caminando, con los cascos puestos, mirando el móvil, sin prestar atención a su alrededor, y piensas: «esta sociedad está viviendo en una burbuja individualista en la que nadie mira a nadie a la cara»… y lo dices tú, que vas metido en tu burbuja con ruedas, las ventanillas cerradas, el climatizador a la temperatura perfecta, oyendo tu música…
Hace poco tuve que salir, sin coche (estaba haciéndole una revisión rutinaria), y decidí que, lo mismo, era buena idea volver a las buenas costumbres: salir sin música, con las orejas abiertas, a andar, tranquilamente (sí, iba a recoger el coche, pero podría haber ido en autobús).
Atravesé el parque Amate, mi parque, mirando cada árbol, oyendo los sonidos de los pájaros, los pasos acompasados de la gente que corría, las máquinas de los encargados de los jardines que recogían las ramas rotas de los últimos días de aire y lluvia, las conversaciones relajadas de la gente con la que me cruzaba en el camino… Me acordé de mi amiga Marta G. Navarro, que va andando a todas partes, como yo antes, y que tantas fotos hace en este parque (y para la que, por cierto, desde Navidad, tengo una tontería que aún no le he dado. Y sí, reconozco que esto es, además, una pequeña trampa para ver si me lee o si alguien que me lea se lo chiva)…
Antes de salir del parque, en una de sus esquinas, hay un colegio. En el momento en el que pasaba por allí parece que era la hora del recreo, y podía oír, detrás del alto muro del patio, los gritos de un montón de niños en desorden, mezclándose entre sí. Pero me llamó la atención un sonido relativamente ordenado y rítmico de entre toda la algarabía. Conforme iba acercándome a aquella tapia de ladrillo, se hacía más alto e insistente. A un par de metros de la valla, delante de mí, pude ver una pelota de gomaespuma verde con algo escrito a rotulador: 3º A, y entendí, por fin, qué decían aquellas voces al unísono: «¡¡por favor, la pelota!! ¡¡Por favor, la pelota!! ¡¡Por favor, la pelota!!…» Me acerqué, la recogí y la lancé por encima, al otro lado.
Por un momento pude imaginar, a través de los ladrillos, un montón de manitas alzándose al aire para atrapar aquella pelota que se les había escapado, tan lejos y tan cerca… Escuché varios «¡¡bien!!» mientras veía la pelota caer, pero al cabo de unos segundos, de nuevo, volvió la uniformidad y oí un claro «¡¡gracias!!» de un montón de pequeñas gargantas perfectamente sincronizadas. Y salí del parque, sonriente.
¿Y adónde quiero llegar? Pues a que si hubiese llevado puestos mis auriculares, con mi música, no habría podido oír ese «¡por favor, la pelota!» ni el más sincero «¡gracias!» que haya oído en mucho tiempo. Que a veces nos perdemos momentos mágicos por estar tan metidos en nosotros mismos. Que si saliéramos más de nuestros móviles, nuestras redes sociales, o sea, nuestra burbuja de realidad edulcorada y plastificada, tal vez nos miraríamos más a la cara y nos cabrearíamos menos con el mundo…
No sé, es algo que me ha dado por pensar después de ese «¡¡gracias!!» infantil tan maravilloso.