Hace un mes fue mi hombro izquierdo. Esta mañana, el gemelo del mismo lado. Algo me dice que va a ser verdad eso de que hay que hacer deporte de vez en cuando para que el cuerpo no se oxide antes de tiempo.
Ahora mismo ando apoyando el pie derecho y solo la punta del izquierdo. Se ve que subir un terraplén sin avisar a los músculos trae estas consecuencias. Sólo sé que oí (sí, puede parecer extraño, pero prometo que lo oí) un ruído interno y seco, como si hubiesen golpeado un bombo, y lo siguiente fue un desfile de todos los planetas, galaxias y universos por mi mente al tratar de apoyar el pie en el suelo de nuevo.
Y así estamos ahora mismo: con el gemelo vendado encima de una de esas cremas musculares que huelen tan fuerte.
¿Y qué se supone que hacía? Pues salir de excursión. Hacía tiempo que quería ir al Cerro de Hierro, una antigua mina de ese metal, en la sierra norte de Sevilla, explotada desde los tiempos romanos y que ahora está declarada monumento natural.
Por desgracia no he podido acabar la excursión, pero ya lo haré.
He podido corroborar esta mañana que me encantan las casas en ruinas. Siento una cierta atracción hacia ellas. Quizás porque son los restos de historias pasadas que, seguramente, nunca han sido contadas, ni lo serán. O porque son como huellas de otras épocas que quedan en ciertos sitios para recordarnos que antes de nosotros, allí, hubo más gente, y que seguirá habiendo más cuando nos hayamos ido… El caso es que me gustan.
Al Cerro de Hierro volveré, la próxima vez con una cámara que haga mejores fotos que mi móvil, y con los músculos de las piernas preparados para llegar hasta las minas. Mientras tanto seguiré echándome potingues en el gemelo disidente que me ha hecho dar por terminado un paseo antes de lo previsto. Ya me vengaré de él.