Sí, aprovechando las vacaciones, me he ido dos días a visitar a mi amiga Isa a su pueblo, Navarrete, en La Rioja. Han sido dos días intensos, llenos de paseos, charlas, paisajes, naturaleza y momentos especiales. Isa se ha enfadado conmigo porque no la había avisado pero, si avisas una sorpresa, ¿en qué queda? Ya habrá otros momentos, porque he decidido que tengo que volver. Además, esto que quede entre nosotros, cuando regresaba a casa, de repente, me dio por pensar en hacer el Camino de Santiago algún año… (cosas de mi cerebro, que va por libre muchas veces).
No voy a contar cómo ha sido el viaje ni mis conversaciones con Isa, pero sí dejaré algunas fotos. Reconozco que mi impericia no ha sido capaz de estrujar toda la belleza del lugar y los alrededores y, ¡qué caray!, que he estado más preocupado de mirar y vivir lo que me rodeaba que de fotografiarlo.
Navarrete
Ya el segundo día fue de estar siempre rodeado de paisajes fantásticos:
Paseo con Vicente
…y para despedirnos, Isa me llevó a conocer La Guardia, un pueblo Alavés en el que viviría sin pensarlo por sus casas y calles:
La Guardia
…y el caso es que hay muchas más fotos, pero me las guardo. La que sí quiero compartir es esta que nos hicimos Isa, su primo Vicente y yo en el restaurante al que me llevaron a comer, frente a un ventanal y un paisaje increíbles. Tengo que agradecerles, infinito, su hospitalidad, su generosidad, sus ganas de hacer que estuviese cómodo y su afán de enseñarme todos los parajes increíbles que hay en la zona. No dio tiempo, pero habrá más ocasiones, seguro.
Para mi día de vuelta a la realidad dejé la Quinta da Regaleira, la casa de un acaudalado mercante portugués llena de rincones fantásticos, grutas laberínticas (es recomendable llevarse una linterna para no quedarse totalmente a oscuras en mitad de algún agujero cavado en el suelo), construcciones, lagos, caminos, estatuas… Un lugar en el que dejar pasar el tiempo, porque pasa sin que te des cuenta. Por si sirve de guía, en mi caso, entré a las 12’30 de la mañana y salí de allí a las 17´45 de la tarde. También es verdad que, como ya he dicho en alguna otra ocasión, yo soy de los que , en estos sitios, se deja perder e inundar por las sensaciones del lugar. Y es algo que recomiendo en la Quinta da Regaleira.
Las fotos que hay aquí debajo son solo una pequeñísima muestra de lo que se puede ver allí, porque hay mucho que ver. Muchísimo.
Entrada a la Quinta da Regaleira
La Quinta da Regaleira
Jardín
El paseo de los dioses
Logia de Pisões
Otra vista del jardín
Lago
Torre de la Regaleira
En la torre de la Regaleira
Pináculo de la capilla y Quinta al fondo
La capilla
Techo de la puerta de la capilla
Interior de la capilla
En uno de los pasajes
Invernadero
Puerta del invernadero
Una torre
Fuente del balneario
Portal del Zigurate
Portal de los Guardianes, una de las entradas al Pozo Iniciático
Detalle del Portal de los Guardianes
El pozo iniciático
9 niveles hacia abajo
9 niveles desde el fondo
Una gruta que desemboca en un camino sobre el agua
Una vista desde lo alto
Más grutas
Otra torre
Caminos, escaleras y jardines
Bajando de otra torre
Pozo imperfecto
Desde el tejado de la Quinta
Uno de los tejados
…y después de salir de aquel sitio en el que no existe el tiempo, de vuelta a casa. Tres días cortos, muy cortos, donde he podido desconectar, disfrutar, andar mucho, trasladarme a tiempos pasados, visitar sitios de ensueño… Sintra tiene mucho que ver. Necesitaré volver de nuevo para ir a los sitios que se me quedaron pendientes esta vez, y son unos cuantos, pero los tengo anotados, así que, como dijo Ángela Chaning: «volveré«.
El tercero fue el día del Castelo Dos Mouros, otra de mis obsesiones desde que era pequeñito: los castillos. Da igual si están en ruínas, si en perfecto estado de conservación, si solo quedan unos pocos muros… Y la muralla del de Sintra está bastante bien conservada.
Parece que el rey Fernando II se hizo con él durante el siglo XIX y consiguió detener su avanzado estado de degradación, llevando a cabo algunas obras de reconstrucción. Cuentan que el mismo rey se hizo construír un mirador desde el que se podía ver el Palacio da Pena, para poder plasmarlo en sus pinturas. Y esa es una de las vistas que también pude contemplar.
El camino, por supuesto, fue subir, y subir, y subir…
La primera entrada en las murallas
También había amiguitos que se dejaban fotografiar
La primera cintura de murallas. ¡¡Me encanta!!
Los muros del castillo
La entrada
…y una vez dentro, de nuevo, se para el tiempo; te trasladas a épocas de reyes, soldados y vasallos. Esa época de cuentos de hadas y dragones; de princesas y héroes… (Lo sé, la época real, la histórica, no era tan bucólica. Pero en mi cabeza, los castillos me evocan más eso que no guerras sangrientas por poder, tesoros y tierras. Yo soy así).
Por cierto, el día se había levantado con bastante aire, y andar por las murallas, sin apenas protección y allá en altura, te daban siempre la sensación de poder salir volando en un golpe repentino del dios Eólo. Si he de ser sincero, hubo momentos en los que daba miedo asomarse o acercarse al borde de las almenas.
La cisterna, donde se recogía el agua
El camino de las murallas
Subiendo por las murallas
Vista desde la primera torre
Las murallas
Más de las murallas
Una de las cinco torres
Otra torre
A mitad de camino entre la primera torre y la Torre Real
El largo camino hacia arriba
Vistas desde arriba
El Palacio da Pena desde el Castelo dos Mouros
Las murallas desde el otro extremo
En lo que era el patio de armas
Y, por supuesto, de vuelta, tuve que hacerle otra foto a mi casa comodín de este viaje.
Quiero esta casa… y dinero para reconstruírla
Para el día siguiente, el de vuelta, había dejado la Quinta da Regaleira: una casa que el acaudalado mercante Antonio Carvalho, conocido como el de los millones debido a la gran fortuna que había hecho en Brasil gracias a sus negocios de café y de vino, compró a su dueño a finales del siglo XIX y que encargó diseñar al arquitecto, pintor y escenógrafo italiano Luigi Manini, al que conoció en una visita que este hizo a Lisboa para una representación de una ópera. El resultado son cuatro hectáreas de terreno con un palacio, jardines, lagos, grutas y edificios enigmáticos, dentro de una amplia variedad de árboles y plantas, muchos de ellos traídos de Brasil, y que crean un lugar relacionado con la alquimia, la masonería, los templarios y la rosacruz, mezclando diversos estilos arquitectónicos como el románico, el gótico, el renacentista y el manuelino imperante portugués… pero como diría Michael Ende«esa es otra historia que será contada en otro momento» (quizás mañana).
Sintra es un sitio para perderse, desconectar de todo, sumergirse en leyendas, historias, paisajes, rincones ocultos…
El segundo día me decidí, erróneamente, a seguir aquella guía sobre la que escribí ayer: «Sintra en 24 horas». No conté con mi facilidad para perderme en sitios desconocidos (vale, en los conocidos también), dar vueltas infinitas con el coche buscando aparcamiento en algún lugar donde no hubiese «zona azul» y que quedase relativamente cerca de los lugares que pretendía visitar, mi afán por ir a los sitios sin mapas, simplemente guiándome por los carteles indicadores de la ciudad… El caso es que lo que empezó relativamente temprano por la mañana, acabó convirtiéndose en un paseo muy largo por zonas que no conducían a donde quería llegar… Y, por supuesto, de subir y subir y subir cuestas y escaleras. Por suerte, mi primer destino estaba en alto, así que el ir subiendo acabó llevándome al primer lugar en cuestión: el Palacio da Pena.
Por el camino me fui encontrando algunas de esas cosas que me encantan: parques con muchos árboles, paisajes y casas abandonadas… También algunos rincones con historia, como la casa que ocupó Hans Christian Andersen en su viaje a Portugal en 1866.
Un paisaje, del millón posible
Casa abandonada
Parque da Liberdade
Árbol en el Parque da Liberdade
Casa de Andersen
Placa en la casa de Hans Christian Andersen
Otra vista de la casa
Pero mi camino hacia el Palacio da Pena fue muy largo. Caminando por calles empinadas, justo a la derecha de la casa de Hans Christian Andersen, una calle de adoquines casi vertical, mostraba un cartel que indicaba el camino a seguir. El resumen: hacia arriba, siempre hacia arriba. Por suerte era un camino que seguía la antigua muralla de la ciudad, con lo cual, mientras mi cuerpo sudaba a mares a pesar de que el día era bastante frío y nublado, mis ojos no hacían más que perderse en los mil y un rincones que llamaban la atención a mi cerebro para que los fotografiase. ¿He hablado de mi obsesión por los castillos, por muy en ruínas que estén? Pues eso.
El camino empezaba así…
…y seguía así.
Murallas,
y más murallas.
Y puertas.
Y más murallas.
Y más puertas.
…y casi el final.
Y después de mucho subir y subir (es increíble la de escalones de piedra y rampas que el ser humano es capaz de poner juntos. Que siempre me he preguntado: ¿qué trabajo les costaba poner todos los escalones del mismo tamaño? Pues no: unos te llegan por el tobillo y otros por la rodilla. Por suerte uno no está en forma, pero algo de su antigua resistencia juvenil sí que conserva…), y después de mucho subir y subir, decía, conseguí llegar a mi destino: el Palacio da Pena, una construcción cuya arquitectura, mezcla de estilos y corrientes estéticas, resulta única en el mundo (lo he copiado de una web, por supuesto. De esta: Guía Nómada de Lisboa)
Al entrar, otro jardín, con árboles de muchas partes del mundo traídos expresamente para el palacio. Por supuesto, hay que atravesarlo para llegar a él. Y desde ahí, a lo lejos, también podía ver mi segundo destino: el Castelo dos Mouros.
Jardín
Árboles
Una rosa amarilla
Vale, no sé qué flor es, pero es bonita
El castillo de los Moros
Otro árbol
El Palacio desde el jardín.
Y tras andar no recuerdo cuántas horas, perderme tampoco recuerdo cuántas veces, subir escalones, cuestas, torcerme el tobillo, ser atacado a traición por una oruga (la de la foto), sudar como si no lo hubiese hecho nunca… llegué a mi primer destino: el Palacio da Pena. Una construcción de ensueño, multicolor (sí, como el país de la abeja Maya), construído como regalo de un rey enamorado, Fernando II, para su esposa, María II de Portugal. Sinceramente, para mí, la historia pasa a un segundo plano en cuanto entras al palacio. La sensación de estar en un sitio fuera de la realidad te rodea por todos lados. Hay millones de matices, de detalles… Imposible poder descubrirlos todos en una sola visita. Y menos si, según la guía a la que tanto me he referido, nos dice que toda esa fantasía se ve en una hora. En mi caso perdí la noción del tiempo. Solo recuerdo que salí cuando estaba cerca la hora del cierre, sobre las 19’00 horas, creo. Y puedo asegurar que unas pocas fotos no hacen, en absoluto, justicia a esta maravilla.
Esta es la oruga traicionera y cobarde
A las puertas (esta estaba cerrada en realidad. La real era otra)
¿Qué habrá tras la puerta?
Vistas desde fuera
Más vistas desde fuera
Vistas desde fuera…, más.
Más vistas desde alrededor
Otra visión desde el exterior
…y ya dentro
Un tío estropeando una mala foto
El palacio por dentro
Torres
No puede haber imágenes generales
Un detalle diseñado por el rey
Otra perspectiva
Otra vez el pesao de antes
Más perspectivas (había miles distintas)
Sin comentarios
Por supuesto, el palacio también se podía visitar por dentro, donde se conservan aposentos, habitaciones y utensilios de la época, tanto de uso personal como mobiliario. Claro que para cuando me dispuse a ver el interior, la batería de la cámara ya había muerto, con lo que las fotos las hice con el móvil, que también dijo en un momento dado que no podía más y se apagó. Es que a veces puedo ser muy pesao…
El comedor
La cama de alguien
Otra cama
Patio interior
La bañera real
El auténtico «trono» real
Escritorio
Tocador
Juego de té
Una cama más grande
Este teléfono muy móvil no era
Sala
Detalles de las pinturas de la sala
El cuarto de fumar
Salón
Lá,para del salón
Más imágenes del salón
Un tío con una pose «raruna»
La cocina
Otra perspectiva de la cocina
Una última imagen antes de irse
Y estas son algunas de las fotos de mi primer día en uno de los monumentos de Sintra. Por supuesto me olvidé por completo de la web de las 24 horas. En mi caso estaba claro que iba a ir a monumento por día, con lo que me dejaría algunos en el tintero. Eso sí, aparte de reafirmarme en que tengo que volver, también tenía claro qué otras dos visitas quería hacer. Pero, por el momento, lo dejaré para mañana.
En primer lugar tendría que decir que, para ir en tu propio coche, Sintra está lejos. Muy lejos. (Y que en Lisboa hay un tráfico horrible a cualquier hora).
Hace algunos meses, naufragando sin sentido por intrernet, di con algunas fotos de Sintra y sus monumentos, y me encantó. Por supueso, decidí verlo con mis propios ojos.
Lo primero que he aprendido es a no fiarme de las guías de internet. Encontré una web con una entrada titulada «Sintra en un día» y me dispuse a seguirla. ¿Lo conseguí? Obviamente no.
Para alguien como yo, curioso de nacimiento, obsesionado con castillos y casas en ruínas, enamorado de cualquier cosa que pueda ser o parecer fantástica y a quien, además, le es relativamente sencillo perderse por calles, recovecos y lugares por andar sin un rumbo fijo…, Sintra es un paraíso. Un paraíso para disfrutar sin mirar el reloj. Según la entrada que he citado antes, el tiempo medio para ver cada monumento era, como máximo, de un par de horas. En mi caso he salido a monumento por día, incluyendo interiores y jardines. Amén de agotadas las baterías de la cámara de fotos y la del móvil cada día. ¡¡Y he dejado cosas sin ver por falta de tiempo!!
Día 1
El primer día fue simplemente para llegar. Ya he dicho que Sintra está muy lejos, y para hacerlo en coche hay que tomárselo con tranquilidad y parar de vez en cuando para no morir en el intento. Por suerte, con música, todo se hace más ameno. (Por eso, uno de los primeros requisitos que busqué cuando me compré el coche fue precisamente ese: que tuviese lector de MP3 y sonara bien).
De un tiempo a esta parte, cuando salgo de vacaciones, me gusta buscar apartamentos en lugar de habitaciones de hotel, porque, casi por el mismo precio, puedes encontrar cosas bastante interesantes. Al final di con uno de estos en Estoril, a unos 5 o 6 kilómetros de Sintra. Paulo, el administrador, me llamó mientras iba de camino para saber cómo iba y sobre qué hora llegaría para esperarme. Él fue el encargado de darme las llaves y enseñarme el lugar que había reservado: un amplísimo apartamento con dos dormitorios, cuarto de baño, cocina y una zona para comer con grandes ventanas desde donde podía ver el mar. Una séptima planta.
La cocina
El cuarto de baño y la lavadora
Mi cama durante tres noches
Vistas desde la cama
El salón y la pedazo de tele
Internet y vino, regalo de Paulo, para mí solito
El gran salón
Sala de comer desde el salón
La sala para comer
Vistas desde la sala comedor
Y creo que, por ahora, lo dejo aquí. Mañana contaré los siguientes días. Solo unas consideraciones últimas:
1. Los portugueses no es que conduzcan mal, es que van como locos.
2. Las portuguesas conducen igual, o sea que, a los chulitos de por aquí que creen que la carretera es suya, me encantaría verlos frente a una portuguesa al volante: acabarían humillados.
3. Hay mucho español en las zonas turísticas de todo Portugal.
4. Las webs que te dicen el tiempo que se tarda en ver monumentos no son objetivas. Todo depende de quién sea el que los visita. ¿Un ejemplo práctico que contaré mañana? La Quinta da Regaleira, con sus jardines y todo el interior, se veía, según esta web, en dos horas. Yo entré a las 12:32 h. (según el billete de entrada); salí a las 17:31 h. Lo mismo yo soy demasiado exagerado, pero tendríais que entrar para entenderme.
Prometo que, hace algunos años, tenía un sentido de la orientación espectacular. Era aparcar mi padre el coche en cualquier sitio y saber exactamente volver al lugar al cabo de las horas, sin ningún atisbo de dudas.
Podía preguntar por cualquier dirección que, con una solo explicación que me dieran, llegaba a la primera. Miraba mapas y planos para dibujar una ruta en mi cabeza, y luego era capaz de cumplir esa ruta sin mirar de nuevo el plano o el mapa…
Pero se ve que con los años he ido perdiendo algunas facultades, y ahora soy como una barca sin timón en medio de unos rápidos: nunca sé por dónde voy a llegar al sitio al que quiero ir. Doy vueltas, pierdo el camino, me equivoco, confundo las indicaciones…
¿Y el GPS? Pues no me llevo bien con él. Discutimos. Él me habla, yo trato de echarle cuenta, pero sospecho siempre de sus indicaciones. Tengo la sensación de que espera a que me relaje para engañarme, para enviarme a algún otro sitio. Y estoy seguro de que lo hace queriendo. Que disfruta viéndome hacer más kilómetros de los que realmente son necesarios. Si a eso le añadimos que puedo pasar varias veces por el mismo sitio sin que me suene el lugar hasta, al menos, la tercera vez, en el mundo de los GPS, cuando se juntan todos para contar sus anécdotas, el mío debe ser el centro de la fiesta.
El infierno de los GPS debe estar lleno de aparatos mentirosos, de esos que te llevan por caminos que no existen, o los que se pasan la mitad del recorrido «recalculando ruta», o de los que te meten por calles en contra mano o sin salida… Yo estoy seguro de que allí acabará el mío. Y yo, con o sin él, perdido de camino hacia algún sitio.
Hace un mes fue mi hombro izquierdo. Esta mañana, el gemelo del mismo lado. Algo me dice que va a ser verdad eso de que hay que hacer deporte de vez en cuando para que el cuerpo no se oxide antes de tiempo.
Ahora mismo ando apoyando el pie derecho y solo la punta del izquierdo. Se ve que subir un terraplén sin avisar a los músculos trae estas consecuencias. Sólo sé que oí (sí, puede parecer extraño, pero prometo que lo oí) un ruído interno y seco, como si hubiesen golpeado un bombo, y lo siguiente fue un desfile de todos los planetas, galaxias y universos por mi mente al tratar de apoyar el pie en el suelo de nuevo.
Y así estamos ahora mismo: con el gemelo vendado encima de una de esas cremas musculares que huelen tan fuerte.
¿Y qué se supone que hacía? Pues salir de excursión. Hacía tiempo que quería ir al Cerro de Hierro, una antigua mina de ese metal, en la sierra norte de Sevilla, explotada desde los tiempos romanos y que ahora está declarada monumento natural.
Por desgracia no he podido acabar la excursión, pero ya lo haré.
He podido corroborar esta mañana que me encantan las casas en ruinas. Siento una cierta atracción hacia ellas. Quizás porque son los restos de historias pasadas que, seguramente, nunca han sido contadas, ni lo serán. O porque son como huellas de otras épocas que quedan en ciertos sitios para recordarnos que antes de nosotros, allí, hubo más gente, y que seguirá habiendo más cuando nos hayamos ido… El caso es que me gustan.
El Cerro de Hierro
La Iglesia de los Ingleses
Parte trasera de la iglesia de los ingleses
Un tío estropeando el paisaje
Casas de los ingleses
Otra vez el tío pesao
Al Cerro de Hierro volveré, la próxima vez con una cámara que haga mejores fotos que mi móvil, y con los músculos de las piernas preparados para llegar hasta las minas. Mientras tanto seguiré echándome potingues en el gemelo disidente que me ha hecho dar por terminado un paseo antes de lo previsto. Ya me vengaré de él.