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Milagros
Julio. Siente dolores, cansancio, dificultad para hacer tareas cotidianas… Un día, bajando unas escaleras se detine en seco: «No puedo seguir andando». Un dolor intenso la paraliza. Se sienta con dificultad porque también es un infierno el sentarse.
En la consulta del médico le diagnostican un cáncer de huesos muy avanzado, con metástasis por todo el cuerpo. Quimioterapia urgente.
Tras la primera sesión la cosa se agrava y tienen que mantenerla acostada por los dolores. Segunda sesión. El cáncer coge parte del hígado, los riñones y algún que otro órgano. Los médicos, prácticamente, la deshaucian.
Nuevos análisis para preparar la tercera sesión de quimio. Llaman a su casa por teléfono para que vaya a recoger los resultados. El médico aparece en la consulta y dice unas pocas palabras: «¡No me lo explico. No hay nada de nada. Una pequeña mancha en el hígado, como una cicatriz de algo muy anterior, pero nada más!». «Celébralo, esto no pasa. Celébralo», es lo que le dicen por los pasillos. Y una última frase de una médico tras otra prueba para corroborar que todo estaba bien: «¡Este TAC es espectacular!». Parece que el cuerpo médico no tenía explicación para aquéllo.
Sería un buen guión para una película sino fuese una historia real. Tan real como que estás leyendo esto ahora mismo.
Estos meses he asistido, estupefacto, a gente que crucificaba a la hermana Paciencia (sí, esa que se curó del ébola, que ya parece no estar tan de moda aunque sigue llevándose por delante a cientos de personas en África cada día) por darle las gracias a Dios por su curación. Se le decía que porqué le agradecía a Dios y no a su médico el estar sana de nuevo. Que, si enfermaba otra vez, no fuera al hospital; que rezara, que Dios la curaría (a cierta gente se le da bastante bien el sarcasmo, sí). Que los cristianos, porque tienen fe, no tienen derecho a ir a un hospital; que recen.
Me pregunto porqué esas personas no les dan las gracias a las farmacéuticas que fabrican las medicinas con las que se sanan de sus enfermedades. El médico simplemente les receta la medicina que alguien fabrica. ¿Por qué nadie agradece a la industria farmecéutica su curación? ¿Por qué alguien tiene que decirme a quién darle o no darle las gracias? ¿En qué cabeza cabe que la hermana Paciencia no le agradezca al médico su tratamiento? ¿Y por qué un cristiano no puede dar, a la vez, gracias a Dios? ¿Cuál es el problema?
Lo siento, los milagros existen. Yo siempre lo he dicho: vivo con dos. Y ahora, de repente, conozco a otro. Vosotros creed lo que queráis. Dejadme que yo agradezca a quien me dé la gana.
Llamadas
Recuerdo que hace algunos años escribí una entrada en la que contaba que, a pesar del poco caso que le hago a mí móvil, (cosa que algunos de mis amigos sufren con resignación), a veces es capaz de sorprenderme. Esta tarde ha sido una de ellas.
De repente lo oigo sonar, veo un número de móvil, sin identificar, y lo cojo.
Al otro lado una voz profunda me dice un «hola» potente y suave a la vez; como una roca de cantos redondeados. «¿Quién eres?» le contesto. Al otro lado una risa y un «soy yo»… Por supuesto, Roberto Terán. Y luego unos minutos de conversación; nada extraordinario.
Y sin embargo alguna vez he hablado también de trozos de cielo, de mis trozos de cielo; de esos trozos de cielo que se nos conceden como reflejo de otro horizonte más amplio y luminoso que el que tenemos aquí. Y esta llamada ha sido eso: otro de mis trozos de cielo. Porque a Roberto lo conozco desde hace mucho. Porque hemos compartido muchos momentos que para mí han sido luminosos, frescos, divertidos y, sobre todo, vitales por encima de cualquier otra cosa. Porque Roberto, a pesar de que podamos llevarnos años sin vernos ni hablar, es una de esas personas que siempre tengo presente. Porque somos antagónicos en muchas cosas y muy parecidos en otras. Porque, por encima de todo, existe ese cariño de años, regado por goteo, que no deja que la flor se seque.
Y sí, me ha alegrado la tarde, que era lo que yo quería decir.
Trozos de cielo
Mi anterior entrada iba sobre esto, así que hoy daré otra pincelada a este cuadro que voy a tratar de ir pintando y que sé que nunca quedará terminado.
Salgo de trabajar a las 15’00 h., o algunos minutos más, dependiendo de si soy capaz de acabar a tiempo o no lo que ande haciendo justo antes de esa hora. Hoy sí he salido a mi hora. Como cada día, he recogido mis cosas y me he puesto a caminar hasta donde suelo aparcar el coche, a unos diez minutos andando. Atravieso un parque en mi camino, el Parque de los Príncipes, y me gusta el color a luz de verano que ya se ha apoderado de sus jardines y sus árboles. La gente suele sentarse en el césped a comer, a leer, a dormir la siesta…
Hoy, cuando he entrado, sin esperármelo, sentada en un banco, me he encontrado con una persona conocida que no he sido capaz de situar, lo reconozco, en las primeras décimas de segundo en que la vi. Después sí. No la hacía por allí, así que a mi cerebro le ha costado un poco situarla.
No sería capaz de decir desde cuándo conozco a Maricruz, pero sí sé que es una de las mejores personas que conozco. Y sí, es guapa y encima, inteligente, sensible, divertida, cariñosa… Para mí sólo tiene un defecto: tiene novio, pero ese defecto lo suple porque él es otra de las personas a las que admiro y quiero…
¿Por qué he metido a Maricruz (y Víctor) en esta entrada? Porque es otra de las cosas que puedo decir que son como esos trocitos del cielo que puedes experimentar aquí en la tierra: esa sensación de alegría que te da el ver, sin esperarlo, a alguien a quien no ves desde hace algunos meses; alguien a quien quieres, respetas y admiras, no necesariamente por este orden.
Otro trocito más de cielo para mí.
El cielo. Un proyecto.
Hay gente que cree en las cartas, otros en los horóscopos, o en el poso del café, o en las señales de las aves, o en las pitonisas de la tele, o en los telediarios y los periódicos, o en los políticos (aunque, por suerte, a estos cada vez los cree menos gente), o en su equipo de fútbol, baloncesto o petanca… Yo creo en el cielo. Es en serio, ¿por qué no?
Creo que mis abuelos y algunos de mis amigos están allí, vigilándome, quitándome piedras del camino o poniéndome otras para que no haga el idiota (más de lo que ya lo hago). Y no, no creo que sea ese sitio aburrido que nos quieren describir los que no creen en él. No creo que allí todo sea vestir con una horterísima túnica blanca casi transparente, unas sandalias, alitas y una mierda de arpa que vete tú a saber quién aprende a tocarla, a menos que te pongan al gran Chico Marx de profesor particular.
Yo creo que el cielo es un sitio, como se dice ahora, guay. Un sitio divertido, pacífico, tranquilo, siempre de fiesta, de buena fiesta, con gente genial, amigos, familiares, desconocidos divertidos y algunos, también estoy seguro, más serios…
Esta tarde alguien me ha hecho ver que también tenemos breves adelantos de lo que es el cielo aquí abajo. Como si nos enseñaran una gota de agua y nos dijeran «esto, multiplicado por infinito, es el mar». Así que he decidido hacer como una especie de «sección» dentro de mi página, donde pondré lo que para mí son esos trozos de cielo conforme los vaya viviendo, o cuando recuerde alguno de ellos. Pero no es tan complicado. Todos tenemos muchos trozos de cielo a lo largo de un solo día. Son momentos en los que estamos agusto, tranquilos, en paz, felices… ¿Ejemplos?
Así, a bote pronto, me viene a la cabeza cuando cojo una galleta, la parto por la mitad, y la meto en el vaso de Nocilla; ese sabor de la infancia, dulce, cremoso. O el primer día de vida de mi sobrina, cuando me acerqué allí, en el hospital, a su cuna, la miré y vi una sonrisa dibujada en su cara. O cuando soy capaz de hacer reír a carcajadas a mi padre. O ese recuerdo de mi infancia, viajando en autobús con mi madre para ver lo que sería nuestro nuevo piso, y esa sensación de ir medio dormido, en sus brazos, con la certeza de estar totalmente a salvo de todo. O las carreras de velocidad en el parque, con mi abuela… Estos son algunos de mis trozos de cielo, y estoy seguro de que hay y habrá muchos más.