Prometo que, hace algunos años, tenía un sentido de la orientación espectacular. Era aparcar mi padre el coche en cualquier sitio y saber exactamente volver al lugar al cabo de las horas, sin ningún atisbo de dudas.
Podía preguntar por cualquier dirección que, con una solo explicación que me dieran, llegaba a la primera. Miraba mapas y planos para dibujar una ruta en mi cabeza, y luego era capaz de cumplir esa ruta sin mirar de nuevo el plano o el mapa…
Pero se ve que con los años he ido perdiendo algunas facultades, y ahora soy como una barca sin timón en medio de unos rápidos: nunca sé por dónde voy a llegar al sitio al que quiero ir. Doy vueltas, pierdo el camino, me equivoco, confundo las indicaciones…
¿Y el GPS? Pues no me llevo bien con él. Discutimos. Él me habla, yo trato de echarle cuenta, pero sospecho siempre de sus indicaciones. Tengo la sensación de que espera a que me relaje para engañarme, para enviarme a algún otro sitio. Y estoy seguro de que lo hace queriendo. Que disfruta viéndome hacer más kilómetros de los que realmente son necesarios. Si a eso le añadimos que puedo pasar varias veces por el mismo sitio sin que me suene el lugar hasta, al menos, la tercera vez, en el mundo de los GPS, cuando se juntan todos para contar sus anécdotas, el mío debe ser el centro de la fiesta.
El infierno de los GPS debe estar lleno de aparatos mentirosos, de esos que te llevan por caminos que no existen, o los que se pasan la mitad del recorrido «recalculando ruta», o de los que te meten por calles en contra mano o sin salida… Yo estoy seguro de que allí acabará el mío. Y yo, con o sin él, perdido de camino hacia algún sitio.
Dedicada a Cris y Tappy.