No somos nada

Desde ya aviso que esta entrada va a ser larga. Y seria. ¿Por qué? Te preguntarás clavando en mi pupila tu pupila azul… o lo que sea. Pues porque me ha venido así, simplemente. Esta mañana, mientras corría. Y, mira, así cuelo también lo de que sigo corriendo, que no es un dato importante, pero a mí me hace ilusión contarlo.

…y como va a ser una entrada larga, segunda vez que lo aviso, podré poner en práctica eso que veo en muchos ejemplos de entradas en otras webs y que apenas siento la necesidad de hacer en la mía: dividirla en partes con sus respectivos subtítulos o apartados.

Vamos a poner las bases.

Esta mañana he querido estrenar mis nuevos botines (he estado tentado de poner zapatillas, pero oye, yo siempre les he llamado botines… Por la foto sabéis de qué hablo) así que he salido a correr.

Cuando retomé lo de correr más o menos regularmente («regularmente» le llamo a no abandonarlo, y con eso me basta) lo pasaba relativamente mal. No aguantaba demasiado tiempo seguido corriendo, el ritmo iba decayendo prácticamente a cada paso, y terminaba casi para que me recogieran los del Samur.

Reconozco que con el tiempo le he ido cogiendo el gustillo, el ritmo y la zancada, así que me voy proponiendo pequeñas metas a cada kilómetro que recorro. Nada que me vaya a llevar en algún tiempo a quitarle el récord del mundo de maratón a Kelvin Kiptum, entre otras cosas porque el bueno de Kelvin hace un kilómetro en 2:51 y yo me doy por satisfecho si bajo algunos segundos de los 6, literalmente. Y tampoco corro 42 kilómetros, ni de lejos.

Uso para correr una aplicación, Strava, que tengo configurada para que me vaya diciendo el ritmo por kilómetro cada quinientos metros, aparte del tiempo que llevo corriendo y los kilómetros totales. A eso le sumo un poco de música para que todo sea agradable.

Nos acercamos al quid de la cuestión. Donde todo cobra sentido… o no.

Ya he dicho que esta mañana he querido estrenar mis nuevas zapatillas (botines) y me hacía especial ilusión porque son un auto-regalo de Reyes (nunca me había gastado tanto dinero en algo para correr, aunque también he de decir que las adquirí en las rebajas; aún así, sigue siendo un dinero curioso lo que cuestan), porque me parecen muy bonitas y porque, además, son muy cómodas.

Son unas Mizuno (sí, aquí viene la cuña publicitaria, por si alguno de los dos o tres que me lee trabaja para la marca y tiene a bien regalarme otro par, aunque sea de los baratos. No pondré pegas, lo prometo), comodísimas. Para ser la primera vez que me las calzaba, no he sentido ninguna molestia, cero rozaduras, cero dolores, nada. Probablemente vaya a ser mi marca para bastantes años…

Así que me he puesto a correr, especialmente cómodo, con buen ritmo, mi música sonando en los auriculares, y la aplicación Strava cantándome los tiempos medios, buenos para ser sinceros.

Como la aplicación, al acabar la carrera, te resume todos los datos, me he visto, hoy, que estrenaba calzado y que me sentía especialmente inspirado, batiendo varios de mis propios récords, que es algo que no le importa a nadie, pero a mí me cosquillea la vanidad, lo reconozco.

…y llegamos a lo importante.

Suelo correr siempre en el mismo parque. Tengo interiorizadas sus distancias y sus caminos, así que me siento cómodo ahí (alguna vez he hablado de él).

Esta mañana, mientras sonaba Van Morrison, durante el sexto kilómetro de la carrera, noté que la aplicación tardaba más de lo normal en darme los datos de los quinientos metros, pero seguí corriendo, pensando que, quizás, no había escuchado la indicación, concentrado en la música y en mi propio ritmo. Cuando empezó a sonar Queen empecé a sospechar que algo no estaba funcionando, así que dejé de correr (continué andando a un ritmo rápido) y miré el móvil, que es donde llevo la aplicación, sujeto a mi brazo derecho. Efectivamente, algo había fallado en Strava y se había cerrado. Volví a abrirla y me avisó de que había tenido algún problema. Lo reanudé desde donde se había quedado, pero a los pocos metros volvió a fallar…, y no fui capaz de que arrancase de nuevo.

Otras veces, cuando me ha ocurrido algo parecido, he dejado de correr. Quiero mis datos de carrera y, especialmente hoy, tenía la sensación de haber podido superarme a mí mismo en varios parámetros. Pero me quedaban algunos kilómetros por hacer y decidí terminar sin la señorita de Strava cantándome los promedios. Al menos la música seguía sonando. Mi vanidad debería esperar a la siguiente salida.

…y durante esos kilómetros restantes es cuando se me ha venido a la cabeza esta entrada, a vueltas con mi vanidad herida.

(Lo avisé: iba a ser largo y reconozco que me pierdo en los preámbulos. Tal vez porque se me dan mejor que los desarrollos).

A lo que iba.

Resulta que nos viene bien que las circunstancias, las situaciones, alguna persona o la vida nos ponga de vez en cuando en nuestro sitio. A todos nos gusta que nos adulen, que nos digan lo guapos que estamos, lo listos que somos, lo divertidos, lo cabales, lo solidarios, lo simpáticos, lo trabajadores… Pero tenemos que recordar que no somos el centro del universo, que ya nos decían hace años que «es sin duda un lugar maravilloso excavado en la roca llamado Fraggle Rock.» Y nosotros no vivimos en Fraggle Rock.

De las muchísimas cosas que me ha enseñado mi padre, una de ellas es que no podemos presumir «ni de guapura ni de inteligencia», porque no son cosas que hayamos conseguido, sino que se nos han dado. Y si se nos han dado es porque tenemos una obligación para con esos dones y quienes nos rodean.

Porque si los dones que se nos dan fuesen para nosotros, viviríamos aislados, en soledad, mirándonos el ombligo y pensando que todo nos lo merecemos. Pero no. Vivimos en sociedad, y las virtudes que nos adornan deben servir para ponerlas al servicio de quienes nos rodean.

Si lo pensamos, ni siquiera hemos hecho méritos para recibir esas virtudes. Simplemente nos han tocado. Vanagloriarse de ello es como presumir de que el coche anda porque estamos montados en él. Está claro que debemos cultivarlas, hacerlas crecer, mantenerlas… y eso sí será mérito (o demérito) nuestro. Pero hemos de recordar que tenemos unas obligaciones aparejadas a esas virtudes, y son las de ofrecerlas a los demás, compartirlas, usarlas para mejorar la vida de todos y no sólo la nuestra. Qué triste un mundo en el que todos nos mirásemos el ombligo… Y qué aburrido, porque, seamos sinceros, no todos los ombligos son bonitos.

No somos nada, decía un sacerdote amigo mío continuamente. Hoy, ahora, estamos aquí, tú estás leyendo esto pero, ¿quién sabe dónde estaremos en el siguiente minuto?

Sólo el ser conscientes de nuestra pequeñez nos ayudará a ser grandes, porque seremos humildes y no vanidosos; miraremos al infinito y no a nosotros mismos.

Por ir acabando

Dije que sería larga. Lo he repetido un par de veces. Y sí, se ha hecho larga. ¿Podría haberlo escrito en menos líneas? Seguro que en muchísimas menos, pero quería contar cómo y por qué surgió esta entrada.

Ahora, por otro lado, tendré que reinstalar Strava en el móvil para que no vuelva a fallar, y volveré a correr en unos días con las Mizuno. Probablemente no me sienta igual de bien que esta mañana a nivel físico, pero bueno, al menos me ha servido para esta entrada.

Iba a prometer que la próxima será más corta y menos seria, pero he pensado que mejor no prometer algo futuro que depende más de las musas que de mí mismo. Ya se sabe que las musas soplan donde, como y cuando quieren. Y las mías acostumbran a no echarme mucha cuenta cuando las llamo. Dejaremos que soplen libremente.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *