Vértigo. Lo padecía desde pequeño. Jamás había podido superarlo. Era tener que subirse a un escalón para alcanzar algo de un estante más alto, y empezar a sudar por todos y cada uno de los poros de su cuerpo.

Siempre le habían dicho que tenía que luchar contra sus miedos, plantarles cara, no dejarles que le dominasen… y lo intentaba. Lo intentaba siempre, con todas sus fuerzas, pero casi nunca lo conseguía. La mayoría de las veces era capaz de superarlo cerrando los ojos, no mirando lo que hacía. Por supuesto, eso acarreaba algún peligro, tanto para él como para las personas que tuviera alrededor.

Y quería dejar aquello; quería dejarlo cada día que le obligaba a enfrentarse con su vértigo, pero no podía. Sin saber cómo, había conseguido un relativo éxito en su trabajo a pesar de su miedo; a pesar de ese miedo. Siempre tenía alrededor gente aplaudiéndole por su lucha, por su esfuerzo; pero pocos sabían de su batalla interior.

Y se preparaba, y cerraba los ojos, y cogía impulso, y se obligaba a superarse, a superarlo. Y le sudaban las manos.

Solía llevar en los bolsillos un poquito de magnesio, como los gimnastas, para disimularlo. Nadie debía percibir que aquello le horrorizaba. Que lo hacía simplemente por necesidad. Porque, por un accidente del destino, un mal día, aquello se cruzó con él y nunca supo decir que no. Y porque había conseguido ganarse la vida con ello.

Así que allí estaba de nuevo, solo, con sus ojos cerrados, tratando de olvidarse del mundo, oyendo aplausos en su interior, contando los pasos mentalmente, animándose…

Podía sentir un leve peso sobre su hombro derecho, pero lo reconocía. Sabía que eso era lo que le marcaba el inicio del proceso…, y el final. Con los dedos, abrió una pequeña cremallera en el bolsillo de su pantalón, asió un poco de aquel polvo blanco, cerró de nuevo la cremallera y extendió el magnesio en sus manos dando palmadas.

Oía que los aplausos en su interior se acrecentaban paulatinamente. Estaba listo. Apretó sus ojos y echó a correr hacia adelante, contando los pasos, concentrado. Sentía el viento apartándose a su paso, abriéndole camino. Notaba su corazón acelerándose, saltándole en el pecho. Oía sus propias palpitaciones y su respiración agitada.

En un momento su carrera se detuvo en seco, notó una fuerza contraria a su avance en los hombros, que ahora tenía rígidos junto a sus brazos. Y sus pies abandonaron el suelo. Se sintió ligero de repente, flotando. Mantenía los ojos cerrados; obligó a su cuerpo a hacer un escorzo y entonces comenzó a notar que caía al vacío. El corazón quería salírsele por la boca. Apretó los dientes.

Al cabo de unos segundos de contener la respiración se notó caer de espaldas contra una superficie rígida pero blanda. Expulsó todo el aire de sus pulmones y abrió los ojos. Allí arriba, el cielo era azul, claro, límpido. Un pájaro pasó volando por delante de su campo visual, ingrávido, flotando en la nada. Y justo enfrente de sus ojos, seis metros más arriba, un listón se cimbreaba levemente, sujeto por sus extremos, pero sin caer.

Oyó aplausos, esta vez a su alrededor.

El saltador de altura había conseguido superar, con la ayuda de su pértiga, de nuevo, los seis metros y doce centímetros. Cuatro centímetros más y podría retirarse. Cuatro centímetros más y podría entrar en el olimpo de los campeones. Cuatro centímetros más y dejaría, definitivamente, que su vértigo ganase la batalla, para siempre.


“¡¡¡Malditos hijos de puta. La habéis cagado. No sabéis lo que habéis hecho. Nos habéis jodido!!!”

El grito se extendió, como el sonido de un vaso de cristal reventando al caer al suelo, a todo lo largo y ancho de aquellas frías galerías grises. Y después de gritar aquello, Adán estuvo seguro de que había llegado, definitivamente, la extinción.

Algunas semanas antes, cada vez que se asomaba a la ventana de su quinto piso, podía ver a los operarios abriendo agujeros profundos y zanjas que ocupaban todo el ancho de la carretera que pasaba delante de su bloque. El barrio se había llenado de obras por todas partes y los autobuses tenían que parar un par de manzanas más lejos de lo habitual. Estaba claro que habría elecciones en breve, pero esta vez, a alguien, se le había ido la mano. Por lo general, siempre, solían cortar un par de tramos en alguna calle, levantando el asfalto para hacer como que se estaban reparando cañerías o instalando cableado nuevo, pero esta vez parecían estar yendo más lejos. La mitad del barrio en obras, con agujeros enormes y muy profundos en casi cada esquina, y la otra mitad transformada en una especie de laberinto  de direcciones prohibidas o contrarias para acceder al interior. Y ya llevaban un mes así. Nadie sabía cuándo acabaría aquel infierno: ruidos desde primeras horas del alba, excavaciones, máquinas tuneladoras inmensas que hacían temblar los edificios cada vez que cambiaban de ubicación, luces intermitentes nocturnas señalando los inmensos socavones a los despistados, vallas de obra por todas partes estrechando las aceras y cortando el paso…

Adán llevaba noches sin dormir bien. Se despertaba de madrugada con una luz naranja parpadeando en el techo de su habitación, o con el zumbido continuo de los motores que mantenían todas las señales visuales en perfecto funcionamiento. Y si mantenía las persianas cerradas para evitar ruidos y parpadeos desagradables, el calor de aquel junio húmedo y caliente le asfixiaba.

Aquella mañana se dispuso a caminar, como desde hacía un mes, veinte minutos para llegar a la parada del autobús que antes paraba ante su puerta. Cogió una manzana, cerró la puerta de su casa tras de sí y salió a la calle.

Era una mañana cálida. Corría una leve brisa fresca, pero el cielo estaba de un color gris cenizo. Ya había mucha gente en la calle, caminando de un lado para otro, esquivando vallas, zanjas y agujeros. Adán mordió su manzana mientras rodeaba uno de los agujeros profundos y anchos que se abrían cerca de su bloque y que podía mirar desde su ventana. Sin darse cuenta, alguien chocó contra él haciéndole caer la manzana al suelo.

– ¡A ver si miramos por dónde andamos! – le espetó un señor que parecía ir con prisas en dirección contraria.

Sin poder reaccionar, Adán pudo ver cómo aquel hombre se alejaba de él refunfuñando y, acto seguido, comprobó cómo su manzana rodaba por el suelo acercándose al borde del inmenso agujero que tenía ante él, hasta que desapareció cayendo al vacío.

– Empezamos bien la mañana – dijo para sí. Se limpió la mano con un pañuelo y se dispuso a continuar su caminata.

Cuando aquella tarde volvía a casa, después de un duro día de trabajo, todo parecía tranquilo. Las máquinas no funcionaban, no había ruidos de motores ni obreros trabajando… Extraño para un miércoles, pero pensó que, al menos, podrían disfrutar de una tarde apacible en el barrio. Llegó a casa, se puso ropa cómoda, preparó la cena y decidió que por fin podría ver una buena película, antes de irse a la cama, sin ruidos estridentes de fondo. Afuera, sus vecinos disfrutaban las calles, el aire fresco, el silencio de las obras… Podía escuchar a la gente en los bares, a los niños correteando como cualquier tarde normal de principios de verano, a pesar de aquel cielo gris ceniciento de todo el día. La temperatura era agradable…

A media noche, una especie de sonido seco le despertó de repente. Había silencio por todas partes. Miró al techo de su habitación y allí estaba, aquella luz naranja de cada día, pero esta vez no parpadeaba. Estaba fija. Fija y algo más tenue, casi amarillenta. Se levantó y se asomó por la ventana. No había nadie por ningún sitio. Todas las ventanas de los edificios estaban abiertas, pero no se podía ver ninguna luz encendida. Tampoco las farolas en la calle. Solo estaban encendidas las luces amarillas de los agujeros. Pero no parpadeaban. Miró a lo lejos y pudo distinguir un grupo de gente que corrían despavoridas en dirección a otro de aquellos inmensos huecos al otro lado de la avenida. Empezó a ponerse nervioso. De repente golpearon su puerta:

– ¡¡Dese prisa. No tenemos tiempo. Salga de aquí!! – oyó una voz grave y metálica al otro lado. Y más carreras.

En pijama, fue hacia la entrada y acercó su ojo derecho a la mirilla. Justo delante de su puerta había una figura alta, enjuta, envuelta en algo parecido a una túnica verde hasta el suelo. Parecía estar flotando, pero eso no era posible. La silueta de su cráneo era alargada, y su cuello largo y delgado, como si hubiesen tirado demasiado de su cabeza en algún momento de su vida. Golpeó de nuevo la puerta con unas manos de dedos finísimos y huesudos. Adán dio un salto hacia atrás, asustado.

– Adán, salga rápido. No tenemos tiempo – oyó de nuevo aquella voz, al otro lado.

Sin saber por qué, abrió la puerta, dispuesto a decirle cuatro cosas a aquel individuo que osaba molestarle a tales horas de la madrugada, pero en cuanto su nariz salió a la entrada, una mano delgada le cogió por la muñeca y le arrastró hacia el ascensor, que estaba abierto y esperándolos.

No sabía qué hacer. ¿Cómo sabía aquel ser su nombre? Quiso resistirse, pero su cuerpo no reaccionaba. En cuanto aquella mano se apretó sobre su brazo, algo le impedía oponerse.

– ¿Dónde vamos? – fue lo único que pudo articular, casi sin voz.

– No te preocupes. Ahora estarás a salvo – le respondió la voz metálica.

Aquel ser era realmente alto y delgado. Llevaba unas gafas oscuras sobre una nariz diminuta y una boca aún más pequeña, sin labios, que parecía estar sonriéndole. A Adán le recorrió un escalofrío por todo el cuerpo al ver aquello.

¿Estaba siendo abducido? Pero, ¿qué tipo de abducción era aquella, yendo hacia abajo y no hacia arriba por un haz de luz que llegara a alguna nave nodriza? Miró los números de las plantas en el cuadro de botones del ascensor, descendiendo conforme bajaban: 5…, 4…, 3…, 2…, 1…, 0…

Adán se colocó frente a la puerta, esperando a que se abriese.

– Aún no hemos llegado – le dijo el extraño con una voz sin tono.

“No hay más plantas”, pensó Adán, pero miró de nuevo la pantalla del ascensor, que seguía poniendo números: -1…, -2…, -3…, -4…, -5…

– ¿Qué está pasando aquí? – dijo casi fuera de sí.

– Os estamos salvando.

– ¿De qué?

– Del fin del mundo. Pero no a todos. No podemos llevaros a todos.

– ¿Qué me estás diciendo? ¿Que vienes de otro planeta para salvarnos del fin del mundo, a nosotros?

– Sois un desastre, es verdad, pero el universo necesita equilibrio. Nosotros le damos el orden, vosotros el caos.

De nuevo se hizo el silencio. Adán comenzó a sentir mareos. La puerta del ascensor se abrió por fin y pudo ver que ante él se extendía un inmenso pasillo gris, iluminado con luces blancas a todo lo largo del suelo. No se veían puertas, ni respiraderos, solo un túnel sin fin, límpido.

– ¿Y va a desaparecer todo?

– Todo.

– ¿Incluso nuestra tecnología, nuestros avances científicos, nuestros inventos…?

– Tendréis que empezar de cero. Pero hemos salvado a vuestros líderes, aquellos a los que seguís, para que os ayuden a reconstruirlo todo. Os dejaremos nuestros avances para que recuperéis los vuestros. Te enseñaré cómo los hemos elegido.

Andaban por el pasillo. Adán sentía sus pies descalzos sobre aquel suelo duro, liso, cálido. No había ruido alguno alrededor, salvo el sonido de sus pasos y una especie de murmullo  bajo la túnica de su acompañante que, definitivamente, se deslizaba sobre el suelo.

– ¿Cómo habéis seleccionado a quienes tienen que ayudarnos a recuperarlo todo?

– Ha sido fácil. Nos hemos guiado por vuestros medios de comunicación en cada país. Revisando aquello que os hace gastar más tiempo leyendo, o delante de la tele, o en la radio… Hemos supuesto, como en todas las demás civilizaciones de la galaxia, que soléis dedicar mucho tiempo a escuchar a vuestros líderes, aquellos en los que confiáis. Te lo enseñaré…

Adán empezó a sentirse más mareado de repente. Sintió que le daba una patada a algo. Miró al suelo. Delante de su pie descalzo vio una manzana. Su manzana, mordida, pero justo como cuando la cogió antes de salir de casa aquella mañana, sin magulladuras por la caída ni oxidaciones. Ahora esa misma mañana se le hacía muy lejana. Se agachó a recogerla.

Su acompañante se había separado un poco de él y ahora estaba justo en el lateral, frente a una de las paredes del túnel en la que no parecía haber nada. Apoyó su larguísima mano sobre un punto a la altura de sus hombros y, de repente, unas luces dibujaron una entrada. Dos puertas se deslizaron, dejando a la vista una sala inmensa, luminosa, de la que salía mucho ruido, como de televisores encendidos a todo volumen.

Adán parpadeó varias veces para acostumbrar sus ojos a aquella claridad repentina.

– Estos son los que hemos elegido, según vosotros, para que os ayuden a recuperar vuestro mundo lo más rápidamente posible.

Poco a poco sus ojos consiguieron hacerse al brillo de todas aquellas pantallas. Empezó a ver claro. Había cientos por todas partes, con imágenes que se repetían. Y entonces lo vio todo nítido, y comenzó a sudar y a sentirse mal. En las pantallas no había científicos, no había inventores, no había filósofos, no había poetas…, ni siquiera había políticos.

Allí había futbolistas, programas del corazón, culebrones, realitys, tertulias…

De nuevo la manzana se le cayó de la mano y rodó unos centímetros por aquel suelo gris y cálido. Sin poder apartar la vista de las pantallas, Adán entendió que todo estaba perdido, y explotó en un grito de desesperación que se extendió como el sonido de un vaso de cristal reventando contra el suelo:

– ¡¡¡Malditos hijos de puta. La habéis cagado. No sabéis lo que habéis hecho. Nos habéis jodido!!!

Dedicado a Verónica, porque sus sueños son mis realidades

 

 

1

 

– Hola, buenos días. Soy Wilson Osvaldo, del departamento técnico, ¿en qué puedo ayudarle?

– Hola, buenos días… ¿Carlos me has dicho que te llamabas?

– Wilson, señora. Wilson Osvaldo.

– Ah, perdona, Gustavo. Yo me llamo Rosario. Es que con estos aparatos modernos, y que una ya no está para muchas cosas, no me entero muy bien.

Al otro lado del teléfono, Wilson decidió resignarse, como hacía muchas veces a lo largo de la mañana, y dejó que la anciana le llamara como quisiese.

– No se preocupe Rosario ¿En qué puedo ayudarle? – le repitió.

– Verás, Gustavo, es que tengo aquí un aparato de estos que usan mis nietos para mirar eso del interné, pero no sé si está roto o que yo no sé ponerlo. El caso es que no veo nada en la pantallita por más que le doy al botón de encender.

Wilson se armó de paciencia. Aquella llamada iba a ser difícil.

– ¿Se refiere usted, Rosario, al ordenador?

– Sí, supongo que será eso. Lo de la pantalla y las teclas con las letras para escribir.

– Vale, perfecto. Sí, eso es el ordenador. ¿Ha mirado si está enchufado?

– Esto tiene muchos cables y yo no he tocado nada. Está todo tal y como lo dejan mis nietos cuando vienen a casa.

– Muy bien, Rosario, entonces vamos a ver si podemos encenderlo.

– Sí, eso es lo que quiero.

– Claro. Tiene que mirar si tiene cerca una caja grande, de metal. Suele ser de color negro, con botones y lucecitas pequeñas.

– Bueno, aquí debajo de la mesa, por donde van todos los cables, hay una caja así, metálica.

– De acuerdo, Rosario. Ahora mire usted si ve algún botón por la parte delantera. Algo que pueda pulsar. Suele tener un dibujo como de un círculo con una raya dentro.

– A ver… Espera que me ponga las gafas que es que esto está aquí debajo y apenas hay luz.

Wilson podía oír a Rosario emitiendo pequeños quejidos mientras se movía e inspeccionaba aquella caja negra debajo de la mesa.

La oyó exclamar, asombrada, lejos del teléfono que, probablemente, había dejado encima de la mesa mientras inspeccionaba botones con sus gafas de cerca.

– ¡¡Anda, esto ha echado a andar!!

Escuchó de nuevo unos pequeños quejidos y cómo Rosario volvía a coger el teléfono después de, supuso, incorporarse.

– Pero esto parece que va a despegar. ¡¡Qué ruido hace!! No saldrá ardiendo ni nada, ¿no? Yo le he dado a un botón que tenía delante, y ha empezado a sonar como un avión despegando.

Wilson podía escuchar el ruido que había hecho el ordenador al arrancar y los dos o tres pitidos de informe del equipo al empezar a cargar el sistema operativo.

– No se preocupe, Rosario, es normal. Es que cuando se enciende, el ordenador tiene unos ventiladores para que no se recaliente por dentro, y eso es lo que oye. En un rato se pararán solos y dejarán de hacer ruido.

– Pero no se estropeará nada, ¿no? A ver si cuando vengan mis nietos van a decirme que les he roto el cacharro.

– No se preocupe que no vamos a romper nada. Ahora tiene que mirar la pantalla, a ver si le aparece algo.

– Sí, mira. Aquí pone… “cargando. Espere”.

– Muy bien. Pues vamos a esperar.

Como a Rosario nunca se le había dado muy bien eso de esperar en silencio, decidió contarle a Wilson qué quería hacer con aquel aparato de sus nietos.

– Verás, Carlos… Eras Carlos, ¿no?

– Osvaldo. Wilson Osvaldo.

– Ah, perdona. Es que se me olvidan las cosas y como ahora os ponéis nombres tan raros… Oye, que el tuyo es muy bonito, ¿eh? No quiero decir nada, pero en mi época los nombres eran más… fáciles de aprender…Pues verás, Gonzalo, es que quiero mirar en el interné unos diseños para unos trajes que quiero hacer para mí y dos amigos, porque quiero copiar un poco los de unos dibujos que ve mi nieto pequeño, y yo sé que los ve por aquí, así que quiero encender esto para poder ver los dibujos.

– Hace usted bien, Rosario. Para eso tiene internet en casa: para disfrutarlo.

Wilson había tirado la toalla. Sabía que en medio minuto tendría detrás de él a un supervisor preguntándole si tenía algún problema con la llamada. Y él contestaría como siempre: “yo no tengo ningún problema. Quien lo tiene es la cliente”… y seguiría a lo suyo.

– No, qué va. A mí estas cosas no me gustan – seguía relatando Rosario – Yo ya soy muy vieja para tantas modernidades. Lo tengo aquí para cuando vengan mis nietos, porque si no, me dicen que se aburren en mi casa. Fíjate, que aquí no les falta de nada. Tienen lápices de colores, papeles, juguetes… pero oye, que ahora se entretienen más con estas cosas. ¡Qué le vamos a hacer! ¡¡Anda, mira. Ahora pone en la pantalla “Bienvenido” y “Vindo… 7”… o algo parecido. Es que yo no tengo ni idea de inglés.

– Yo le he entendido perfectamente, Rosario. Eso lo que le indica es que ya se ha encendido el ordenador. Ahora tiene que ver si puede entrar en internet.

– ¡Ay, cariño, ¿y eso cómo lo hago?! – contestó lastimera la anciana.

– A ver, ¿ha usado usted alguna vez el ordenador?

– Hace seis meses me apunté en el centro social a unos cursos, pero tuve que dejar de ir porque en invierno hace mucho frío para salir a esas horas de la tarde, y ¿dónde va una vieja como yo, a oscuras, por la calle?

– Bueno, pues algo recordará, seguro. Tiene que buscar por la pantalla algún dibujito que sea como una “e” azul, gorda; o alguno que debajo le ponga “Firefox” o “Crome” – se lo pronunció tal cual, en español, para que Rosario pudiera encontrarlos con facilidad.

– Espera que mire. Es que aquí hay muchas cosas…

– Suelen estar ordenados alfabéticamente…

– A ver…: “a-do-be po-to-chop” “broter u-ti-li-li.. u-ti-li-ties”, “ciberlin media suite”, “llo-u-tu-be”,…¡ay, cariño, perdona. Qué rato te estoy dando. Es que yo en inglés… ! “noci-nocilla firefó”, “o-fi-ce…”

– ¡¡Rosario, Rosario, un momento…!! – la interrumpió Wilson en su retahíla de programas – ¿Ha leído “mocilla firefox”?

Rosario dudó un momento:

– Sí. “Nocilla firefó”. Aquí está. Como una pelota naranja sale.

– Eso es. Pues con la flechita que le sale en la pantalla, tiene que hacer dos veces ‘clic’ sobre ese dibujo de la pelotita naranja.

– ¿Y cómo pongo la flechita ahí?

– Con el ratón. Tiene que tener al lado un aparato pequeño con botones y una ruedecita…

– ¡Ah, sí! De eso me acuerdo. Espera… Aquí está. ¿Dos ‘clics’ has dicho?

– Sí, cuando tenga la flechita encima del dibujo, dos ‘clics’.

– Ya. Ahora pone… “página no encontrada. No tiene conexión”.

Wilson se pasó la mano por la cara. Iba a ser peor de lo que creía.

– Rosario, a ver – se armó de paciencia – ¿tiene usted el router cerca? Es que eso significa que no tiene internet.

– ¿Qué es el router?

– El cacharro que le da internet.

– ¡Ah, vale, sí! Está aquí al lado.

– Muy bien. Bueno, ahora mismo, ¿cuántas luces ve usted encendidas?

– ¿En dónde, en mi casa?

– No, en ese aparato.

– Espera que lo vea… Está apagado.

– Pues entonces tiene usted que mirar, por detrás, si tiene algún botón para encenderlo.

– Un momento que lo miro.

Wilson empezó a pedir a los cielos que aquella anciana tuviese internet, que el router se reiniciase correctamente y que, por favor, por favor, por favor, el ordenador estuviese conectado por cable.

– Vale – dijo Rosario al cabo de unos segundos, y sonaba triunfal – ya está encendido. ¡Uy, ahora se están encendiendo y apagando muchas luces!

– Sí, eso es normal. Significa que se está iniciando. Ahora tiene que buscar la señal, conectarse…

– ¿Eso lo tengo que hacer yo?

– No, no. Eso lo hace el router automáticamente. Solo tenemos que esperar un par de minutos como mucho.

– Ah, vale. ¿Y después de eso ya puedo buscar lo de los dibujos de mi nieto?

– Y todo lo que quiera. Esperemos que sí.

Y esa última frase la pronunció Wilson como una plegaria a los cielos.

– Mira, ahora hay algunas luces que se han parado, otras parpadean, y algunas están apagadas.

– ¿Ve alguna luz que ponga encima “Internet” o “a-de-ese-ele”?

– Sí, están las dos.

– ¿Y cómo están: encendidas, apagadas, parpadean…?

– Pues la de internet está fija y la de “a-de-ese-ele” se enciende y se apaga…

– Eso es buena señal. Ahora cierre la pantalla esa que abrimos antes, la que le ponía que no había conexión, y vuelva a pulsar dos veces sobre el dibujo de la pelotita naranja, a ver qué le sale.

– ¿Y cómo cierro esa pantalla?

– Pues… en la esquina superior derecha tiene que tener usted una equis. Hágale un clic ahí con la flechita del ratón.

Al otro lado del teléfono, Wilson oía cómo Rosario iba haciendo clics, uno tras otro, hasta que por fin dijo:

– ¡¡Ahora sí!! Ahora pone aquí “go-o-gle”… y un cuadro para escribir que pone “buscar”.

– Perfecto, Rosario. Ahora ya tiene internet. Ahí en esa línea puede poner usted lo que quiera buscar, y ya está. Escriba cualquier cosa a ver si funciona…

– A ver, qué pongo…

– Lo que sea. Cualquier palabra.

– “Mariposas”. Es que me gustan mucho las mariposas. Tenía una colección muy bonita cuando iba al colegio. Ahora ya no. Me da pena tenerlas en una caja, pinchadas y muertas. Son más bonitas cuando están vivas.

 – Pues sí. Ponemos entonces eso, por ejemplo: mariposas. A ver si le sale algo.

Al cabo de unos segundos Rosario decía, con cierta excitación en su voz:

– ¡¡Aquí salen un montón de cosas!! Salen fotos, dibujos, vídeos…

– Eso significa que ya tiene usted internet, Rosario. Ya puede buscar lo que quiera.

– Oye, pues me has ayudado mucho.

– No, qué va. Lo ha hecho usted sola.

– Pero sin tu ayuda no habría sabido.

– Seguro que para la próxima vez ya lo hace sin ayuda.

– ¡¡Uy, a ver si me acuerdo!! Que una ya no está para recordar muchas cosas.

– No diga usted eso, Rosario, que lo ha hecho muy bien. Y si tiene algún día otro problema, nos llama, que estamos aquí para eso.

– ¿Pero podré hablar contigo otra vez?

– Eso ya será un poco complicado, porque las llamadas nos entran una detrás de otra y es difícil. Pero cualquier compañero le ayudará igualmente.

– De todas formas tú me has ayudado muy bien, con mucha paciencia. Ahora, como seguramente me llamarán para eso de poner nota, que sepas que te voy a poner un 10… y porque no te dejan poner más, que si no…

Wilson no pudo más que soltar una carcajada:

– Muchas gracias, Rosario. Ha sido un placer haber podido ayudarla.

– Muchas gracias a ti, Lorenzo. Que tengas un buen día.

– Igualmente, Rosario. Gracias por confiar en nosotros.

Y colgó.

 

 

 

2

 

¡¡¡RIIIIIIIIIIIIIIIING, RIIIIIIIIIIIIING, RIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIING…!!!

– ¡¡Ya voy, ya voy!!

El teléfono sonaba insistentemente.

Dolores, sentada en el sofá, estiró el brazo hasta la mesilla que tenía delante, cogió el mando y le quitó el volumen a la tele. Luego, con un pequeño crujir de rodillas, se puso en pie y se dirigió hacia la esquina del salón donde el teléfono no paraba de taladrarle los oídos.

Al cabo de unos segundos que parecieron eternos, llegó a la mesilla y descolgó:

– ¡Diga! – dijo en un tono entre impaciente y molesto.

Al otro lado del auricular alguien parecía hablarle muy rápido.

– Rosario, no te estoy entendiendo nada. ¿Quieres hacer el favor de hablar más despacio? ¿Te has puesto la dentadura? ¿Que quieres que hagamos qué?

Se apartó un momento el auricular de la oreja, buscó sus gafas, que llevaba colgadas en un cordón negro alrededor del cuello, y se las puso como si con ellas fuese a entender algo mejor lo que su amiga le decía al otro lado.

– Rosario, tranquilízate. ¿Has hablado con José? No sé si te están haciendo demasiado efecto esas pastillas que te mandó el médico para la memoria, pero lo que es para tu forma de hablar no sirven para nada. Mira, cuelga. Voy a hablar con José y, si quieres, vamos a tu casa esta tarde a merendar y nos cuentas lo que quieras.

Hubo una pausa.

– Muy bien, nos vemos esta tarde a las seis y media. Mira, voy a colgar. No entiendo nada de lo que dices. No sé si ese teléfono que te empeñas en no cambiar está dando sus últimos coletazos. Hablo con José y nos vemos los tres en tu casa. Tú pones la merienda. Hasta luego.

Y colgó rápidamente. Sabía que, si dejaba un segundo de espacio en silencio, su amiga seguiría contándole aquello que atropelladamente estaba intentando explicarle y de lo que no había entendido más que palabras sueltas y sin sentido. Y, además, podía poner alguna excusa a poner la merienda.

– ¿Poderes? ¿Trajes? ¿Lady Bug? ¿Qué tendrá en la cabeza esta vez esa vieja chiflada? – mascullaba Dolores mientras volvía a sentarse en el sofá y le daba de nuevo volumen a la tele. Le encantaban los programas de los gemelos Scott, un par de jóvenes guapetones y simpáticos que se dedicaban a destrozarles las casas a la gente para volver a montárselas más bonitas y elegantes. Por supuesto, para darle emoción, siempre encontraban cosas que había que reconstruir, paredes que ocultaban productos malísimos para la salud, cables o tuberías que nunca estaban donde tenían que estar… Pero Jonathan y Drew siempre se las apañaban para dejar a sus clientes muy contentos. Por supuesto, Dolores sospechaba que allí debía haber gato encerrado, porque la gente siempre tenía mucho dinero para gastar en sus reformas, y nadie le había dado una paliza nunca a ninguno de los dos hermanos por cambiar y aumentar continuamente el presupuesto estudiado por los propietarios. Pero es que eran tan guapos y divertidos… Además, uno de ellos, el que se encargaba de los trabajos de albañilería, siempre vestía camisas de cuadros de distintos colores, y eso, a Dolores, le recordaba mucho a su difunto marido, al que le quedaban las camisas de cuadros “mejor que a los leñadores de siete novias para siete hermanos”, como solía decir ella.

En el programa que estaba acabando, una pareja se iba a vivir a una casa de dos plantas con tres baños, un sótano con bar, y un patio grande con piscina para que pudieran jugar sus tres niños adoptados y sus cinco perros salchicha. Dolores pensaba que estaba todo muy bonito, pero que esos perros escuchimizados y enclenques no iban a servir de mucha protección para una casa preciosa y elegante que todo el mundo sabía dónde estaba porque lo habían visto en la tele; hasta los cacos. Mientras veía la última escena, con los perros correteando por el jardín, los niños bañándose en la piscina y los felices dueños despidiéndose amistosamente de los dos gemelos, decidió llamar a José para intentar aclarar qué era lo que Rosario había intentado explicarle un rato antes.

Se fue a la cocina, le dio fuego al cocido que tenía en la hornilla y, mientras lo vigilaba y le seguía añadiendo las especias y la sal, descolgó el inalámbrico que le habían regalado sus hijos por Reyes, se puso sus gafas de ver, y marcó.

Al otro lado del aparato se repetían uno tras otro los tonos de llamada: “¡tuuuuuuuuut, tuuuuut, tuuuuuuuuut!” Sabía que a José le costaba distinguir el sonido del teléfono de todos los demás sonidos alrededor, y que tardaba bastante rato en darse cuenta de que le llamaban, así que se armó de paciencia. Al cabo de cuatro intentos en los que los tonos se agotaban, la línea se colgaba sola, y tenía que volver a marcar, alguien descolgó al otro lado.

Podía escuchar a José, con el teléfono en la mano, hablando solo, lejos del auricular, como tratando de averiguar cómo funcionaba aquel aparato.

“Y ahora se corta esto. ¿A qué le he dado? ¿Y qué es este cronómetro que sale en la pantalla? 20 segundos, 21, 22, 23… no entiendo estas cosas tan modernas…”

– ¡¡José, José…!! ¡¡Ponte el teléfono en la oreja!! ¿Me oyes? ¡¡José!! – gritaba Dolores tratando de hacerse oír al otro lado del teléfono.

Al cabo de casi un minuto, alguien respondió:

– ¿Diga? ¿Quién es? ¿Me oye alguien?

– ¡¡José, soy Dolores. ¿Me oyes?!! – le gritó a su auricular.

– ¡Hombre, Dolores! ¡No hace falta que grites, si te oigo perfectamente! Estos aparatos modernos se oyen que no veas, alto y claro. Como si estuvieras aquí al lado…

– La madre que te… – empezó a decir, pero se contuvo – ¿Has hablado esta mañana con Rosario?

– No, ¿por qué?

– No lo sé. Me llamó contándome cosas que apenas he entendido y la notaba como nerviosa, agitada… Me atrevería a decir que hasta emocionada, pero ya sabes que ella con cualquier cosa se viene arriba y se le va la cabeza.

– Sí, como aquella vez que vio el documental sobre el espacio y se empeñó en que ella podía apuntarse a unos cursos de astronauta porque aún se veía capaz de flotar entre las estrellas; que estaba acostumbrada a hacerlo cada vez que se tomaba sus medicinas…

– Sí, recuerdo aquella vez. Menos mal que acabamos convenciéndola de que en el espacio necesitan gente joven porque las palancas de los cohetes son muy duras para soportar la presión allí tan alto y que, además, no podría quitarse el traje de astronauta en, al menos, cinco meses, para absolutamente nada. Y que TODO tendría que hacerlo con él puesto.

– Sí, eso no lo habría soportado.

Ambos se rieron.

– ¿Tienes algo que hacer esta tarde? He quedado en ir a su casa para ver qué es eso que quería que hiciéramos. A eso de las seis y media, para merendar.

– Pues había pensado ir a la peña a ver si estaban los muchachos y jugar unas partidas de dominó, pero no tenía nada concretado, y tampoco sé si estarían esta tarde. En verano queda poca gente por aquí.

A pesar de rondar todos los ochenta y los noventa años, se seguían llamando entre sí “los muchachos”, porque lo de “los viejos” ya se lo decían mucho los jóvenes y siempre sonaba muy despectivo dependiendo quién y cómo lo dijese.

– Sí, muchos suelen irse con sus hijos y sus nietos a la playa. Yo prefiero quedarme aquí. Ya paso mucho tiempo con mis nietos durante el año como para estar todo el día con ellos y, además, con sus padres. Oye, y que los quiero con locura, pero un poco de tranquilidad no viene mal. Que mi difunto Manolo y yo ya hicimos muchos años de padres y ahora nos merecemos un poco de descanso. Vamos, digo yo.

– Tienes toda la razón.

– Bueno, ¿entonces qué? ¿Te vienes a ver a Rosario esta tarde? Ella pone la merienda.

– Vale, cogeré el autobús y nos vemos allí.

– Muy bien. A las seis y media, entonces. Hasta luego.

– Hasta luego.

Rosario se mantuvo unos segundos al teléfono. Oyó cómo José dejaba el suyo en la mesita y se alejaba canturreando una copla. Le encantaba el flamenco y siempre que podía cantaba alguna soleá, o algún fandango, alguna seguiriya… a quien quisiera escucharle. Cuando estaba solo en casa solía plantarse delante del espejo del salón y se pasaba las horas cantando, mirándose. Lo sabía porque se lo había contado la señora que iba a limpiar a la casa de enfrente de él, porque en verano solía tener las ventanas abiertas, y lo había visto y escuchado muchas mañanas, allí, con su recital privado. Siempre se le olvidaba colgar el teléfono cuando acababa las conversaciones; o tal vez no sabía cómo hacerlo y suponía que, si la conversación había acabado, el aparato sabía perfectamente que tenía que colgarse solo.

“Este hombre nunca aprenderá a usar el teléfono por más que se lo expliquen”, pensó Dolores resignada, y colgó ella.

Volvió de nuevo a la cocina, metió la cuchara de madera en el cocido, lo probó, pensó que le había salido exquisito, apagó el fuego y se dispuso a comer viendo “Saber y Ganar” en la tele. Se reía muchísimo con Jordi Hurtado, y además aprendía muchas cosas en cada programa. A veces hasta contestaba antes que los concursantes.

 

 

3

 

A las seis y media en punto Dolores y José estaban en la puerta de Rosario, sin saber qué se iban a encontrar.

Su amiga era una de esas personas inquietas, capaces de hacer cualquier cosa que se les pasara por la cabeza. Por peregrina que pareciese.

Llamaron al porterillo. Al cabo de unos segundos, la voz atiplada y rugosa de Rosario gritó por el altavoz:

– ¿¡Quién es!?

– Somos nosotros – contestó Dolores alejándose un poco para que no le reventara el tímpano cuando Rosario volviera a preguntar.

– ¿Quién es “nosotros”?

– Dolores y José.

– ¡Pues entrad!

– Ábrenos la puerta, vieja despistada.

– Perdón – oyeron que Rosario se reía en el telefonillo, y pulsó el botón para abrirles.

– Vamos para arriba.

– Aquí os espero.

Era una conversación que tenían que mantener cada vez que iban a visitar a su amiga. Rosario nunca se acordaba de que en la ciudad las puertas siempre están cerradas, y que si quieres que tus visitas entren en casa, tienes que abrirles antes la puerta. “En el pueblo siempre estaban las puertas abiertas y la gente que venía a visitarte solo daba un par de golpes en el dintel para avisarte de que iba a entrar”, pensaba ella.

Cuando Dolores y José llamaron a la puerta Rosario ya estaba esperándoles y les abrió inmediatamente. Al verla se quedaron estupefactos.

Allí estaba Rosario, con su pelo gris recogido en un perfecto moño, muy redondo. Llevaba los ojos pintados de un azul claro muy brillante detrás de sus pequeñas gafas de pasta, los labios rojos y las mejillas de un rosa chicle muy marcado. Vestía una bata gris larga, cerrada por delante con un cinturón del mismo color, y por debajo de ella podían verse unos calentadores negros y unas zapatillas de bailarina del mismo color.

– ¡¡¿Se puede saber de qué vas disfrazada?!! – le preguntó Dolores, totalmente fuera de sí. En su cabeza pensaba que a su amiga la había abandonado por fin la cordura, aunque también se decía que ella jamás había tenido mucho de aquello. Pero esas pintas para recibir a las visitas…, eso jamás lo habría hecho Rosario, que siempre había sido una mujer muy elegante y coqueta.

José no pudo por menos que soltar una risilla, a lo que Dolores le contestó atizándole un codazo en las costillas.

– Bueno, ¿vais a entrar o estaréis ahí fuera todo el tiempo? – preguntó Rosario, exultante. – He preparado la merienda.

 Ante esa invitación a José no le importó en absoluto el golpe en las costillas ni las pintas de Rosario, así que se decidió a entrar. Dolores le siguió, pero mirando con desconfianza a Rosario mientras pasaba por delante de ella.

Entraron al salón. En la mesilla del café Rosario había preparado, muy elegantemente, tres tazas con chocolate caliente, un plato con pastas, unos trozos de bizcocho recién hecho, y una bandeja con pan untado en mantequilla y mermelada de fresa, algo que a José le encantaba.

José y Dolores se sentaron en el sofá. Rosario en su sillón de coser, y empezaron a merendar. A Rosario le gustaba preparar meriendas, porque el chocolate caliente, los dulces y el pan con mantequilla y mermelada era algo que le recordaba a su infancia, y si podía compartirlo con amigos, mucho mejor. Aunque aquella tarde sus amigos parecían estar esperando algo que les explicara qué estaba pasando allí.

Cuando ya todos estuvieron acomodados, cada uno con su taza de chocolate en la mano, Rosario soltó la suya en la mesa, se puso de pie frente a ellos con su bata gris y su maquillaje juvenil, y empezó a hablar, como si estuviese pronunciando un discurso.

– Muy bien. Os he reunido aquí – comenzó, con voz firme y segura. Parecía haber estado ensayándolo, incluso – para proponeros algo que le dará un giro de 360 grados a vuestra vida…

– Dirás 180 – la interrumpió Dolores – Si giramos 360, nos quedamos en el mismo sitio.

A Rosario no pareció gustarle mucho la interrupción. Hizo una mueca, pero continuó:

-… vale, pues de 180. ¿Qué más da eso? – protestó, sin embargo – Algo que hará que os vean de forma distinta. Algo que os hará famosos, conocidos, admirados… Ya jamás volveréis a ser esos viejos pesados y chochos que sois…

– ¡¡Oye, no te pases!! – interrumpió de nuevo Dolores, que se sintió ofendida por las palabras de su amiga – Nunca hemos sido unos viejos chochos y pesados…

Rosario se bajó las gafas hasta la punta de la nariz y la miró, seria, por encima de la montura.

– Está bien, continúa – dijo Dolores.

José se mantenía en silencio, atento a todo, con una rebanada de pan con mantequilla y mermelada de fresa en las manos. Él nunca discutía. Todo le parecía bien y divertido. Había decidido que nada podría agriarle el carácter ni estropearle los años que le quedasen.

– …jamás volveréis a ser esos viejos aburridos y chochos que sois – volvió a repetirlo, mirando directamente a los ojos de Dolores, seria, por encima de las gafas – A partir de ahora seremos… – hizo una pausa, comenzó a desabrocharse el cinturón de la bata, se la quitó y la lanzó triunfante al sillón que estaba vacío, junto a sus amigos y – ¡¡¡los tres súper yayos!!! – gritó triunfante.

Abrió sus piernas, puso los brazos en jarra, y se quedó en silencio.

En su imaginación ella había pensado en ese momento muchas veces. Desde que consiguió encender el ordenador, un par de semanas atrás, con aquel chico tan amable del servicio técnico, había estado buscando en internet esos dibujos de dos súper héroes adolescentes que tanto le gustaban a su nieto. Le habían encantado esos trajes que llevaban cuando se transformaban en enmascarados con poderes. Y, ¿por qué todos los súper héroes tenían que ser jóvenes y atléticos? ¿Por qué no un trío de ancianos? Ellos tenían toda la experiencia de su edad para arreglar problemas. ¿Quién mejor que unos abuelos para entender a todo el mundo y hasta convencer a los malos para que fueran buenos de nuevo?

Rosario había imaginado a sus dos amigos poniéndose en pie después de su discurso, aplaudiéndola enloquecidos con la idea, deseando salir a arreglar cosas…, pero solo hubo silencio. Un silencio largo y pesado.

José había dejado de comer pan con mantequilla y mermelada de fresa, y Dolores había soltado su taza de chocolate y se había puesto sus gafas.

Al cabo de unos tensos segundos, Dolores explotó:

– ¿Te has vuelto loca? ¿Es que te han sentado mal las pastillas? ¿O has dejado de tomarlas? No, no, no me digas que las has mezclado con esa botella de anís que guardas en el mueble bar.

Rosario seguía allí en pie, sus brazos en jarra, mirando a la lámpara de araña que colgaba en medio del salón, desafiante.

– ¿Tú no vas a decir nada? – le preguntó Dolores a José. Éste carraspeó un poco, se echó hacia adelante en el sofá y dijo tímidamente:

– A mí me gusta ese traje que lleva. Un poco apretado para mi gusto, pero los lunares rojos y grandes le quedan muy bien.

Rosario bajó un poco la vista, miró a José y le sonrió.

– ¡Estáis locos los dos! – continuó hablando Dolores, cada vez más nerviosa viendo que se quedaba sola en aquella situación tan extravagante.

Rosario fue detrás del sillón, cogió dos bolsas que tenía escondidas y se las dio a sus amigos.

– Estos son los vuestros – les dijo.

– Has debido de perder la cabeza del todo, cariño – le decía Dolores intentando aparentar tranquilidad y con un tono algo condescendiente. – ¿Dónde van a ir tres viejos vestidos de fantoches? No tenemos súper poderes, y aunque los tuviéramos, ¿qué pretendes hacer? ¿Coger a ladrones, atracadores profesionales, narcotraficantes…? No estás bien de la azotea.

– No todos los súper héroes se encargan de lo mismo. Podemos elegir nuestras misiones. Elegir qué queremos arreglar en función de lo que seamos capaces de hacer y de lo que sabemos… Lo hemos hecho toda la vida con nuestros amigos y familiares. ¿Por qué no con todo el que lo necesite?

– …y encima con estos disfraces tan ridículos. ¿Pretendes que, encima te tomen en serio? José, José, dile tú algo, dile que… – se giró para mirar al anciano, pero al verlo dio un respingo y se quedó sin palabras. José había sacado de la bolsa una gorra verde, un chaleco de cuello alto de rayas horizontales anchas verdes y negras, se los había puesto, y estaba mirando un pantalón negro brillante, tratando de imaginar si serían de su talla.

– Pues con este chaleco me siento más fuerte y ágil – fue lo único que dijo José.

Dolores se dio por vencida. Algo en su interior se quebró. No podía luchar contra dos locos.

– Sois lo peor – dijo resignada, y abrió su bolsa con desgana. Allí dentro había una capa negra, larga, un chaleco de cuello redondo de color azul oscuro con una gran “D” dorada bordada en el pecho, y unos pantalones bombachos también negros.

– El tuyo lleva capa porque eres la más lista de nosotros y tendrías que ser la jefa – le dijo Rosario, cada vez más emocionada. – Además, no tenemos que tener súper poderes. Los poderes los dan los trajes. Es así en todas las películas y los dibujos animados…

– ¡¡Qué vergüenza!! ¿Qué van a pensar de nosotros cuando nos vean así por la calle? – decía Dolores, como dándose por vencida y pensando en voz alta.

– No tienes que preocuparte por eso. Tengo la solución – dijo Rosario. Metió la mano en una bandolera que llevaba colgada del hombro y sacó tres antifaces: uno verde para José, uno azul oscuro para Dolores, y uno negro con lunares rojos para ella. – ¡¡Venga, vestíos!! Vamos a ver cómo os sientan los vuestros…

Al cabo de unos minutos, en medio del salón, Los Tres Súper Yayos estaban mirándose unos a otros. Todos los trajes tenían las tallas perfectas. Rosario siempre había sido muy hábil con el hilo y las agujas. Dolores se sentía elegante con esos colores oscuros, nada llamativos; José estaba feliz, de verde, con su gorra y su antifaz, y Rosario…, Rosario estaba exultante.

Se miraron entre sí una vez más, Dolores claudicó y, mirando al techo, pronunció un “vamos” sin mucho convencimiento. Ella la primera y José después se dirigieron en fila a la puerta de la casa. Iban a salir al mundo, a hacer el bien o a hacer el ridículo, pero estaban juntos, como siempre. Y, en el fondo, se sentían de alguna forma poderosos con esos trajes que les había hecho Rosario que se estaba encargando de cerrar tras de sí la puerta de la calle con todos sus cerrojos. Eran súper héroes, pero no les haría mucha gracia dejarse la puerta de la calle abierta y que les robasen en casa.

Dolores llamó al ascensor, y José y ella entraron primero. Tras cerrar la puerta, Rosario les alcanzó y apretó el botón con el número cero. Ya no había vuelta atrás. Iban a aparecer a los ojos del mundo por primera vez.

José se sentía joven de nuevo, pero Dolores quería desaparecer de allí. Estaban tan ensimismados en sus pensamientos que apenas se dieron cuenta de que Rosario, allí en el ascensor, iba flotando a algunos centímetros del suelo, con una amplia sonrisa en su rostro.

Algunos soldados saludan cuando pasan por delante de la casa, corriendo en silencio. Saya y yo jugamos solas. No hay muchos niños alrededor ahora. Tampoco recuerdo que haya habido muchos desde que estoy aquí.

Papá está en casa. De vez en cuando lo veo asomarse por la ventana. No hay mucho ruido esta tarde, salvo disparos y alguna que otra explosión dos o tres manzanas más abajo, en la calle ancha. No solemos ir por allí.

Con el calor se levanta mucho polvo desde el suelo. Si miro los dedos de mis pies, están blancos, pero no me importa. Si están así es porque he podido salir a la calle. Ya no quedan árboles, ni lugares para jugar, por eso Saya y yo nos divertimos aquí, delante de la ventana de casa, donde vemos a papá y él nos mira, atento.

Ahora solo estamos los tres. Mamá y mis dos hermanos fueron un día a pasear por la ciudad; el primer día que oí las sirenas. Nunca volvieron, así que papá, Saya y yo estamos aquí, solos, en lo que queda de nuestra casa. Apenas tenemos muebles: dos camas, una nevera, una cocina que funciona muy mal… Papá dice que cuando todo acabe  compraremos muebles bonitos y reconstruiremos la casa tal y como estaba cuando estábamos todos.

Han dejado de pasar soldados y hay silencio ahora. Dejo a Saya sentada en una piedra cerca de la puerta de casa y me acerco un poco al trozo de muro que queda de nuestro patio. No hay nadie.

Entonces empiezan a sonar las sirenas. Miro a casa y veo a papá salir corriendo por la puerta y venir hacia mí.

– ¡Vamos, cariño, tenemos que entrar! – me dice intentando parecer tranquilo. Creo que está asustado. – ¿Dónde está tu muñeca? – me pregunta.

Le señalo a Saya, sobre la piedra. Me coge en brazos y va hacia ella para cogerla también.

Detrás de casa hay un sótano, hondo, oscuro, húmedo. Es muy grande. Entramos y papá enciende una lámpara que da poca luz. Al cabo de algunos minutos empiezan a entrar algunos vecinos.

Todos nos encontramos aquí cuando suenan las sirenas, pero cada vez somos menos.

Saya está asustada. Se asusta siempre. Yo le digo que no tiene que tener miedo, que aquí abajo no nos pasará nada, pero la abrazo fuerte para que no oiga las explosiones.

Hoy solo hay tres niños más. Estamos todos en silencio, oyendo lo que pasa fuera. Sabemos que, en cuanto ya no se oiga nada, podremos salir de nuevo.

A veces me pregunto por qué no fui aquel día con mi madre y mis hermanos. No me gusta estar sola y seguro que en el cielo, ellos, se estarán divirtiendo mucho. Luego pienso que papá se quedaría muy triste, sin nadie, aunque podría dejarle a Saya para que le hiciera compañía. Seguro que en el cielo podría comprar otra muñeca.

Los mayores tienen todos cara de cansados. Nos miran a los niños e intentan sonreír, pero creo que se les ha olvidado cómo se hace.

Dentro de tres días será mi cumpleaños. Ocho. Pero no sé si podremos celebrarlo. Saya fue mi último regalo, hace dos. Papá fue a comprarla al centro de la ciudad, a una tienda grande que aún no había sido bombardeada. Ahora ya no está…, y tampoco el centro. Casi no hay nada.

Me gustaría que volviesen todos mis amigos para poder celebrar mi cumpleaños con ellos. He visto en fotos otros lugares donde los niños lo celebran con muchos regalos, con dulces, con juegos… No sé por qué esos niños pueden y yo no.

Quiero irme de aquí. A lo mejor se lo pido a papá por mi cumpleaños. Tiene que haber algún sitio donde no haya bombas y se pueda jugar en la calle todo el día.

Fuera ya no se oye nada. Los mayores se ponen en pie y mueven las manos para que no hagamos ruido. Nadie se mueve. Escuchan en el silencio, como queriendo atravesar los metros de tierra que hay sobre nosotros.

De repente se oye un golpe muy fuerte justo encima. Como si hubiesen dejado caer un camión desde muy alto. Luego, otra vez, silencio.

Después de unos minutos, uno de los adultos susurra algo y se va despacio, sin hacer ruido, hasta la puerta. La abre  y sube lentamente por las escaleras. Nosotros esperamos, tratando de oír sus pasos.

He empezado a escuchar, a lo lejos, allí arriba, una especie de pitido. No sé si los demás lo oyen. Sentimos que alguien baja las escaleras corriendo. Los mayores dan unos pasos hacia atrás y alguien apaga la luz. Cuando los pasos llegan al sótano, gritan:

– ¡¡Gas. Corred!!

Noto cómo papá me coge en brazos de nuevo y corre escaleras arriba, tapándome la boca y la nariz con su mano. Casi pierdo a Saya con el tirón. La llevo cogida de su mano, colgando, mientras papá corre.

Cuando salimos del sótano veo una especie de bombona de butano muy grande allí en medio, en el suelo, justo encima de nuestro refugio. Alrededor hay mayores tumbados, algunos tosiendo, otros vomitando. Veo a varios que pierden el equilibrio, se caen y no se vuelven a levantar. No sé por qué se quedan allí.

Papá tose. Tose mucho. Le oigo respirar muy fuerte, pero sigue corriendo conmigo en brazos, alejándose de la bombona.

Me pica la boca. Mucho. Toso. Siento como si algo me quemara la garganta por dentro. Intento toser más fuerte para echar lo que sea fuera, pero me cuesta respirar. Lo intento, pero no me sale. Como si el aire no quisiera entrar por mi nariz. Me entra sueño. Creo que he soltado la mano de Saya pero no puedo abrir los ojos para mirar si está ahí. No la noto.

– ¡¡Cariño, aguanta!!

Tengo mucho sueño. Quiero decirle a papá que estoy aguantando y que pare de correr porque Saya se ha perdido, pero creo que voy a dormir. Estoy muy cansada y ya no oigo nada…

 

 

 

Cuando abro los ojos hay mucha luz. Me molesta. No conozco este sitio. Es blanco. Veo a algunas personas alrededor, pero ninguna es papá. Tampoco veo a ninguno de mis vecinos. Estoy en una cama blanda, cómoda, con tubos que salen de mi brazo y máquinas alrededor con luces que emiten pitidos.

Giro la cabeza y allí está Saya, sobre la almohada, a mi lado. Está muy sucia y su pelo de lana roja muy enredado, pero entera. Ya no me quema la garganta y puedo respirar bien.

Ahora no escucho explosiones ni disparos. Se me hace raro el oír tantas voces alrededor. Me abrazo a Saya y trato de dormir de nuevo. Espero poder ver a papá en mi sueño y decirle que le quiero y que le dé un beso a mamá y a mis hermanos de mi parte.

“Este maldito llano parece no terminar nunca. A lo lejos se oyen ladridos de perros, pero sólo los percibo cuando el aire caliente del atardecer los hace flotar hasta mí. Y al llegar casi están desvanecidos, como si el sonido se hubiese ido derramando por el camino y sólo quedasen unas gotas de él al llegar a este lugar desierto. Es increíble que aquí haya habido alguna vez un pueblo, pero puedo ver el Eucalipto a no más de cuatro kilómetros desde donde me encuentro…”

 

 

Esta noche, 21 de junio, es la “Noche del Agua”. Todos se están preparando ya en sus casas. Tan sólo es un ritual; una simple ceremonia que los más ancianos cumplen escrupulosamente y nos transmiten a los jóvenes como una obligación. Pero debe de haber algo de cierto, porque el Hombre de la Guadaña vuelve siempre a Redención cuando llega esta noche.

Hace muchísimos años que apareció por aquí por primera vez, y ni siquiera los más ancianos son capaces de recordar cuáles de sus antepasados fueron los primeros en verle. Sólo cuentan que Ruth, la vidente, había visto Redención en llamas una madrugada y que, presa del pánico, había despertado a todo el mundo gritando y arrojando cubos de agua a todas las casas. Pero nadie vio el fuego aquella noche.

Sin embargo, los ancianos cuentan que todos en el pueblo entraron en sus casas y salieron con cubos de agua para vaciarlos contra las paredes, las ventanas y las puertas. Porque Ruth, la vidente, era descendiente directa de Davinia, la bruja; la mujer más poderosa y clarividente de todas cuantas hayan nacido nunca. Y si Ruth veía fuego, había que apagarlo. Aunque sólo fuese cuestión de fe y no de llamas.

Hubo un gran alboroto aquella noche en Redención. Todos corrían de un lado a otro llevando agua en cubos, cántaros, ollas, o cualquier cosa hueca que tuvieran en sus casas.

Esa noche los perros huyeron del pueblo, y corrían alrededor, aullando, lastimosos y asustados…

Cuando Ruth paró, todos pararon. Nadie había entendido nada de lo que había ocurrido, pero todos notaron que una brisa fresca les rozaba los rostros, y sintieron alivio en el pecho. Ruth estaba sentada en el suelo, exhausta, con el pelo desordenado y la mirada perdida. Entonces el Hombre de la Guadaña atravesó el pueblo desde el extremo donde crecía el Eucalipto, en silencio, con un rumor sordo y un viento negro que se levantaba en pequeños remolinos detrás de él. Ruth lo siguió con los ojos fijos hasta que hubo salido de Redención sin mirar a nadie.

 

“Este maldito llano… Nunca pensé que fuera cierto, pero la noche del 21 de junio es, sin duda, la más calurosa del año en este paraje. Sólo que aquí el calor parece salir del suelo. Y el gran Eucalipto es lo único que sobrevive en esta desolación. Se alza inmenso, majestuoso, en el centro de esta gran nada, como si las leyes que gobiernan el llano no le afectasen. Adán Cazcaleo supo lo que hacía al plantarlo aquí si su idea era que este árbol sobreviviese a todo y a todos. Supongo que será un buen lugar para pasar la noche. Al menos estaré cerca del único ser vivo en muchos kilómetros…”

 

 

Cuando el Hombre de la Guadaña se hubo marchado, Ruth pareció volver en sí. Se levantó y miró en derredor, a todos, uno a uno. Entonces gritó, salió corriendo y se encerró en su casa.

A lo largo del resto de la noche los perros fueron volviendo poco a poco a Redención. Pero ya nunca entraron en las casas. Se limitaban a deambular por las calles, con los ojos vidriosos y mirando al suelo, olisqueando tristemente cada rincón. Ni siquiera respondían a las llamadas de sus dueños.

 

“El gran Eucalipto. Ahora puedo ver claramente que se alza sobre una pequeña loma. A unos veinte o treinta metros hay una zona donde la tierra es más oscura que la de alrededor; como si estuviese quemada. Ni siquiera la he pisado. Tal vez sea el lugar donde estuvo situado el pueblo que fundara Adán Cazcaleo junto a su mujer y su hijo. Él fue quien trajo este eucalipto. Y se asentó aquí después de gastar la mayor parte de su vida persiguiendo la promesa de una bruja. Porque Adán Cazcaleo buscaba su tumba y la promesa que Davinia había hecho a aquel que la encontrara y la tuviese bajo su protección y cuidado. Porque Adán Cazcaleo era muy supersticioso, como lo somos todos por aquí. Y la promesa de una bruja es algo que hay que tener muy en cuenta. Porque todos queremos vivir eternamente y nadie aún lo ha logrado.

“Esta noche dormiré junto al Eucalipto. Mañana…”

 

Todos los años, desde aquella noche, ha sido igual. Cuando el Hombre de la Guadaña regresa y se acerca al Eucalipto que el fundador de Redención plantara sobre la loma, todos entramos en nuestras casas. Esperamos a que el sol se esconda y la luna se eleve por encima del árbol. Entonces salimos, rociamos todas las casas con agua y esperamos a que él se vaya.

Puede parecer extraño, pero cada veintiuno de junio, cuando se acerca el momento, un rumor de hojas se extiende desde el Eucalipto. Un rumor lejano que parece gritar, con la voz de Ruth, “¡fuego, fuego!” Y cuando el Hombre de la Guadaña desaparece con sus remolinos negros tras él, una brisa suave nos acaricia los rostros, y entonces volvemos a entrar en las casas…

 

“Corre una leve brisa por entre las hojas del árbol. Tal vez suene paranoico, pero juraría que susurran algo parecido a “¡fuego!” una y otra vez. Quizás los gritos de la gente que vivía en el pueblo quedaron, de alguna manera, incrustados en la corteza del Eucalipto. Porque la memoria de los árboles está en su tronco, escondida. Debió de ser horrible. Un incendio a medianoche y ningún superviviente. Todos murieron en sus camas, mientras dormían. Tal vez los que despertaron ya no tenían salida y sólo pudieron gritar. Sólo los perros se salvaron. Los perros… y el Eucalipto. Y ahora sé su secreto…”

 

Ya está aquí el Hombre de la Guadaña. Los perros le  temen, y en cuanto él entra en Redención huyen horrorizados. Esta noche, sin embargo, parece que tiene compañía. Hay un forastero tumbado bajo el Eucalipto de Adán Cazcaleo, pero no parece darse cuenta de nada. Debe dormir profundamente. Quizás prefiera la soledad. Ni siquiera ha atravesado el pueblo…

La luna comienza a aparecer sobre la copa del árbol. Ahora puedo oír el susurro de las hojas, creciendo lentamente, como si fuese una ola en el mar arrastrándose desde el infinito hasta la playa. “¡Fuego, fuego, fuego, fuego…!”

 

“Sí. Yo conozco su secreto. Y ahora sé que Davinia, la bruja, ha cumplido su promesa…”