Usa las gafas

Cuando aún era joven…; sí, admitámoslo ya, uno va llegando a una edad en la que nadie le considera joven, aunque puedan suavizar la cosa con un «te conservas bastante bien» o el no menos socorrido «pues estás igual que siempre», a pesar de que seamos conscientes de que no es cierto, pero se agradece la caridad y el cariño…

Cuando aún era joven, decía, había pocas cosas de las que solía presumir (y de las que podía, para qué vamos a engañarnos). Una de ellas, de la que me pavoneaba a menudo, era mi vista aguda de elfo. Mis amigos acostumbraban a sorprenderse cuando era capaz de ver, en lontananza, «¿qué ven tus ojos de elfo, Legolas?», el número del autobús cuando aún apenas se vislumbraba el vehículo a lo lejos más que como una visión de un oasis en el desierto. Sí, así de bien veía. Y me gustaba alardear de ello, seamos sinceros.

Pero entonces la edad se encargó de ponerme en mi sitio y, en un momento determinado de mi existencia, las páginas de los libros empezaron a hacérseme neblinosas. Sin haber bebido, las letras se emborronaban en mis narices, se volvían apenas trazos indistinguibles que me obligaban a achinar los ojos para distinguirlas. Se hizo irremediable la visita al oculista, del que salí, por supuesto, con un par de gafas para leer. «Vista cansada; lo normal de la edad», me dijeron.

De forma suave y elegante me avisaron de que había salido de la juventud por la puerta de atrás…, o sea, que la juventud me había expulsado de la sala en la que yo creía poder estar hasta los setenta, por lo menos. Pero yo, que siempre he presumido, otra de las cosas de las que sigo haciéndolo sin rubor, de ser un buen perdedor y un magnífico contrincante, acepté el tanto y elegí dos pares de gafas para leer con los que me veía hasta interesante. De hecho, aquí ando escribiendo esta entrada con mis gafas de montura metálica negra y un gintónic para refrescar la tarde (probablemente una bebida de persona mayor, qué le vamos a hacer…).

¿Y a qué viene este preámbulo? Pues voy al desenlace, sin más dilación (sí, quería usar la expresión):

Otra de las cosas que el tiempo ha tenido a bien regalarme, desde hace ya alguna década que otra, es mi alopecia.

Tengo la suerte de que la gran mayoría de mis amigos, ahora mismo, ya me conocieron siendo un trasunto del teniente Kojak que, cada semana más o menos, acostumbra a pasarse la maquinilla eléctrica por el cráneo para que mi cabeza luzca siempre con su debido brillo y los milímetros de cabello adecuados e igualados a la baja. Y aquí llegamos al meollo de la cuestión: siempre he presumido (sí, ya van varias circunstancias de las que suelo alardear, parece increíble) de dejar el baño como una patena después de llevar a cabo mis rutinas capilares: ni una micra de pelo perdido podrá ver jamás quien entre después de mí en el baño… o eso creía, hasta que me dio por afeitarme con las gafas puestas (porque sí, mi vista empezaba a engañarme también en ese menester, la maldita. Con lo que ella y yo habíamos sido…).

Y quise hacer la prueba: una mañana llevé a cabo todos los rituales sin las gafas, incluso el de limpieza posterior. Al acabar, posé sobre mi nariz los anteojos y, ¡¡oh, fatalidad!! Allí quedaban restos minúsculos de mis maniobras capilares por todas partes, ocultos a mi mirada présbita, saliendo a relucir ante mis ojos, cual prueba incriminatoria ante las luces azules del CSI, cuando los armé con las maravillosas gafas que me ayudan a leer. ¡¡Qué engañado estaba, y qué paciencia infinita la de los que viven conmigo, que jamás me han echado en cara que dejase el lavabo como una peluquería de barrio tras la visita de un motero!!

Así que, lo que está claro y yo he aprendido para siempre, es que jamás hay que fiarse del criterio propio que no esté apoyado en bases fiables. Es posible que creamos algo sólo basado en nuestras percepciones que, a veces, pueden no ser completas. Habrá que ser humildes y aceptar que la realidad, de vez en cuando, pueda darnos lecciones que desmonten nuestra propia visión de las cosas, ¿o no?

Y, por favor, si usáis gafas, afeitaos con ellas puestas o, por lo menos, usadlas para dejar el baño, después, en perfecto orden.

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